sábado, 21 de abril de 2018

JUEGOS FUNERARIOS EN LA PLAZA ROJA


Es una de las joyas del cómic europeo más actual. La muerte de Stalin alcanzó pronto el merecido rango de clásico instantáneo (Reseña cómic). Fabien Nury y Thierry Robin utilizaron los acontecimientos inmediatamente posteriores a la muerte de Iósif Stalin para narrar una historia trepidante, una sucesión de poderosas viñetas que mostraban sin pudor las miserias, ambiciones y humanidad de algunos de los principales dirigentes de la URSS. El relato suponía una reflexión agridulce y que penetraba en las entrañas de la corrupción del poder. Aquel 2 de marzo de 1953 había sido evocado de una forma insuperable. Por ello, la noticia de que Armando Iannucci iba a dirigir una adaptación cinematográfica con el mismo título se antojaba una operación arriesgada. 



Peter Fellows, David Schneider, Ian Martin y el propio director firman una versión propia, alcanzando la independencia casi de inmediato. Probablemente, sea una maniobra más que inteligente. El álbum de Nury y Robin era una pieza maestra a la que no faltaba ni una coma, traducirla al lenguaje del celuloide solamente granjearía las quejas de las puristas. El film es su hijo en espíritu, una criatura más ácida que la agridulce historia original. Y es que estamos ante una comedia negra con un poder corrosivo enorme. Al final, podemos disfrutar de ambas de forma complementaria, saliendo enriquecidos sobre el mismo hecho que narran con múltiples perspectivas. 



Iannucci parece inspirarse de una manera muy clara en el estilo más irreverente de los Monty Python. Se construye una trama muy coral y repleta de situaciones berlanguianas, donde se cruzan los diálogos, juegos de palabras y se intenta mantener el tempo en todo lo alto al estilo Uno, dos, tres (1961) del maestro Billy Wilder en pleno contexto de la Guerra Fría. Tal vez el mejor halago del asunto haya sido el recelo que ha tenido por la misma una figura como Vladimir Putin. El poder suele llevarse mal con la sutileza y la ironía. 


Tras un opening que atrapa y con una raíz histórica que sorprenderá al público, lo primero que queda claro es que el producto tiene un casting a prueba de bomba. Steve Buscemi, un actor más que consagrado, encarna a Nikita Kruschev, quien deberá trasladarse en pijama para batirse con poderosos oponentes del Partido que ambicionan el trono del Zar Rojo si Stalin no se recupera. El mejor colocado de todos parece ser Lavrenti Beria (un magistral Simon Russell Beale). Las ambiciones de unos y otros serán el motor de la narración. 



Si en las viñetas el protagonismo del fascinante y oscuro Beria es la clave, aquí tenemos un metraje más equitativo entre los distintos integrantes del Politburó. En caso de tener ocasión, no desaprovechen la oportunidad de contrastar las hipérboles aquí mostradas de las reuniones en la dacha de Stalin (Adrian McLoughlin) con las narradas por la historiadora Sheila Fitzpatrick. El sarcasmo sobre el miedo flota sobre toda la farsa. 



Nadie lo personifica mejor que Michael Palin (nuevamente, el espíritu de los Monty Python), encargado de hacer las veces de Molotov, aquel firmante destacando en el pacto con Ribbentrop. El pánico al Zar Rojo lleva hasta extremos insospechados y explica las extrañas circunstancias que van rodeando al evento. Un Jeffrey Tambor tocado por la varita brinda algunas de las mejores secuencias como Malenkov. 


Como ocurre en los buenos cuentos, no nos importa nada conocer el desenlace, lo importante es cómo se llega. Aquí es crucial la figura de Stvetlana Stalin (Andrea Riseborough), hija del mandatario, quien se convertirá en una dama por cuyo apoyo pugnarán todos los antiguos camaradas del progenitor. Menos sensible y sensato es Vasily (Rupert Friend), el hermano de Svetlana, cuyo arrojo inconsciente preocupa a quienes sueñan con gobernar en el Kremlin. 



Otras figuras vienen envueltas en una de esas misteriosas cajas rusas que tanto fascinaban a Churchill. Nadie responde mejor a esa llamada que la música Maria Veniaminovna, quien escribe la última nota que leyó el más poderoso de los soviets. Olga Kurylenko, cuya carrera está en franca ascensión, da vida a esta joven rusa cuya familia fue despedaza en las purgas de los gulags y que tiene más conexiones de las aconsejables con destacados moscovitas del gobierno. Un magnético Jason Isaacs da fuerza al mariscal Zukov, cuyas fuerzas armadas son la más codiciada pieza del cortejo entre los posibles sucesores. 



Deja la sensación de que Iannucci ha abierto una puerta largo tiempo cerrada. Gustaría ver de este mismo estilo una parodia de las operaciones de la CIA en el contexto de la Guerra Fría colocando dictaduras en América Latina. O una ácida perspectiva de los años de Margaret Tatcher y el conflicto con las asociaciones mineras. Y así mil ejemplos más que nos otorga la Historia. Porque el humor suele quitar el miedo a las cosas, incluso a aquellas que nos dan pánico. Y, cuando se hace con inteligencia, nos deja huella. 



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