domingo, 17 de febrero de 2013

CÓMO SOBREVIVÍ A SAN VALENTÍN




La vida es una historia que hemos empezado en uno de los capítulos centrales y donde nadie ha tenido la gentileza siquiera de dejar una nota a pie de página. No tiene nada de extraño, que pese a su elemento fantasioso, haya muchas cosas en Juego de Tronos en las que proyectarse, principalmente esa capacidad de ponerte en un universo que resulta familiar pero donde nadie explica nada, más allá de sus actos presentes, aunque la avispada prosa de G. Martin deja algunas deliciosas pistas. Lógico que la HBO haya hecho una inversión sin piedad para lograr tener la adaptación televisiva de la célebre saga de libros, exponente de las impresionantes producciones (en presupuesto, casting, marketing...) que tiene la pequeña pantalla hoy en día. 






How I met your mother es una rareza dentro de las series más exitosas de los últimos años. Sin embargo, lo que resulta evidente, la ames, la odies o te deje indiferente, es que la fórmula ha fusionado durante sus ocho temporadas y que el desenlace, registrará una audiencia que hará a la CBS volver a brindar por el día que decidieron darle una oportunidad a Ted Mosby. Caracterizado por Josh Radnor (a quien ya se le había tomado la matrícula por A dos metros bajo tierra, este personaje es el hilo conductor de la clásica pieza chico conoce a chica... pero como nunca nos lo habían contado, ¿o sí? 





A la altura del 2030, se ve que la crisis no ha acabado con todos los seres humanos por más que sería el sueño de muchos telediarios, por lo que Ted decide contarle a sus hijos cómo conoció a la que fue su esposa y la madre de ellos. No será hasta tiempo después, cuando veamos en un flashback cuál era la forma de los padres de Ted de contarle las cosas y por qué él se juró a sí mismo que no ocultaría su pasado sentimental a sus retoños (los cuales, en un ejercicio de disciplina Zen, aguantarán estoicos e imperturbables cientos de episodios con muchas subtramas). 



Joven y prometedor arquitecto, Ted tiene muchas cosas en común con personajes que ya hemos visto previamente, hay cosas que nos hacen rememorar Seinfield, protagonistas de Woody Allen (no en vano, el amor de Mosby por New York y Annie Hall son un axioma irrenunciable) y, sobre todo, Friends. Y es que el círculo que rodea en la Estatua de la Libertad al romántico incurable bebe de forma clarísima de la mítica producción de la FOX. Lo que dejó en el recuerdo la entrañable comedia situación no puede ser borrado por ninguna heredera, de cualquier modo, How I met your mother presenta los suficientes alicientes y actualizaciones para ser un programa que pueda captar la atención y salir airoso de una comparación engorrosa y donde muchos verían sus colores sacados. 





Su círculo más cercano lo componen Marshall (compañero de piso de Ted, amigo desde la universidad y originario de Minnesota, tierra que los amantes del basket y el cine siempre asociarán a Kevin Garnett y los maravillosos hermanos Coen) y Lily (la novia de éste con la que pronto empezará a hacer planes de boda, no sin dificultades para ambos), Barney (un joven ejecutivo con un tren de vida muy por encima de sus posibilidades y que trabaja en una compañía que justificaría muchas de las cosas que han pasado en la Bolsa) y Robin (una reportera recién llegada de su Canadá natal y que muy pronto será el objetivo amoroso de Ted, faltaría más). 



Sabido es que Carter Bays, Craig Thomas y su equipo, cuando se pusieron manos a la obra con la Biblia de personajes, pensaron simplemente que sería divertido usar aquella premisa tan sabia de Oscar Wilde: ¿Quieres volver a sentirte joven? Comete alguna de las tonterías que hicieras en aquella época. Con aderezados tintes de sus vivencias de fines de semana y sus compañeros de francachelas, crearon un marco costumbrista pero muy eficaz para crear una atmósfera que ha hecho a muchos terminar caer rendidos ante estas urbanitas Mil y una noches




Si bien bebe de muchas fuentes, esta forma de conocer a la Mamá Grande (con permiso de Gabo), tiene la valentía de advertirte el final del principio, pero, logrando, que sigas la senda de Ted y los suyos, con ese sabor agridulce que tienen esos potros de tortura y placer que son las primeras citas, los desengaños y la infinita caricia que puede ser una mano amiga en esos menesteres de aquello que llaman desamor y, como dijo Tony Soprano, ha hecho enriquecerse a las discográficas de medio globo. 



Junto con el talento de los actores, innegable, hay que reconocer que aunque a veces tópicos, los trazos realizados en la máquina de escribir para confeccionarlos terminan siendo sumamente efectivos y con una gran capacidad para la proyección. Lily y Marshall son un exponente perfecto de una pareja convencional del siglo XXI... lo cual simplemente significa que arañar un poco la superficie te permite ver lo particular de cada uno y lo complejo que puede ser la convivencia incluso con alguien que te encanta. Barney sería el yo dionisíaco, la regla del pollo tan popularizada en internet y que, con todo, conforme avanzan las temporadas, muestra más aristas y la máxima celta de que toda magia tiene un precio y que no hay estilos de vida mejores o peores... Simplemente, estar o no dispuesto. Robin ejemplifica todas las virtudes de una mujer libre e independiente del siglo XXI, pero también pagando el peaje de Sexo en New York y esa extraña desazón de no saber que querer y, quién podría juzgarlo, dejar pasar las mejores jugadas sin pasarle la bola al mejor candidato. 



Ted, motor del asunto, representaría al alumno a quien probablemente Platón hubiera querido invitar a una copa por saber geometría, su utopía moral y una vez pasadas las 12... lo que pase en Atenas, se queda en Atenas. Romántico incurable, Mosby no deja de tener su canto de realismo en cuanto (Match Point dixit), él mismo se va dando cuenta de que su Cruzada de la primera temporada (la futura boda de Marshall con Lily le convence de que debe encontrar a su alma gemela y, santa ingenuidad, ser feliz en el frente que le queda pendiente) se va presentado como una quimera y uno de los grandes retos del show es ver si su propia forma de ser (con el respaldo de sus fieles camaradas y el bar MacLaren, ya que, en la serie el alcoholismo es una concesión popular que no se perdona y, si las cifras fueran reales, ni Ted ni Barney habrían llegado con hígado al 2030) resistirá las decepciones, los fallos ajenos y... los propios errores. 





En una época de colosos (Game of Thrones, Walking Dead, Mad Men...), Cómo conocí a vuestra madre se rueda por lo general cada tres días, los cambios de escenario no son imprescindibles y... pese a ello, el famoseo de Hollywood se da de tortazos por aparecer allí (como sucedió en Friends)... Y es que la terrenalidad de lo cotidiano luce más en sus capítulos que algunos gags más absurdos o momentos exagerados. A pesar de ciertos kilómetros de océanos de distancia de nada, ciertos diálogos, frases y situaciones resultan extrañamente familiares.





 Recientemente, tuvimos esa festividad llamada San Valentín, que todos criticamos con sumo raciocinio y autoridad moral cuando estamos con el cártel de disponible pero que, por qué no, también tiene que tener su encanto... No un maldito 14 de febrero que ya le costó lo suyo a Capone, sino ese día donde sí lo celebrarías. El día que conociste a la persona con ese paraguas amarillo. 





Si me preguntase Ted Mosby por mi mujer ideal, le diría que podría responder a distintos patrones (aquí Barney asentiría satisfecho, la versatilidad es la clave del éxito), pero que, a juzgar por la experiencia, debería añadir que solamente hay un dato claro... es la campeona mundial del escondite, buenísima en el arte del escapismo, una nueva Houdini, siempre invicta como cierta aldea gala. Podría sonar triste, pero a veces lo siento así. 



No obstante, la Historia, ha demostrado que nadie es invencible por bueno que sea, la Grandé Armée, el Brasil del 82... y hasta cuentan las leyendas que las primeras grabaciones de Les Luthiers no eran nada del otro mundo. Todos tenemos un día donde nos conocemos.




Y ese día, no sé si tendré paraguas... pero como diría Ted, lo sabré.















domingo, 10 de febrero de 2013

DOS LECCIONES PARA LA VIDA

Recientemente, en una entrevista concedida a Canal +, el célebre escritor Mario Vargas Llosa comentaba a Iñaki Gabilondo que una de las razones de que se hubiera convertido en un voraz lector de libros, se debía a que desde pequeño, en la acomodada vivienda de sus abuelos, fue iniciado directamente en ellos, sin pasar por la transición de los cómics. En opinión del talentosísimo escritor peruano, se cumplía la clásica visión de que el mundo de las viñetas es una estación de paso en la vida de los amantes de los Letras, la parte DEMO de prácticas antes de comenzar el verdadero video-juego. 




Sin querer enmendar la plana al admirado Premio Nobel, a quien debemos regalos tales como La ciudad y los perros, entre muchas otras, esta visión acerca del mundo de los tebeos no deja de adolecer de ciertos tópicos que se han repetido de generación en generación. El hecho de considerar los dibujos como una mera forma de simplificar la acción y explicar los diálogos es echar, involuntariamente, por tierra, el trabajo de miles de dibujantes, personas que se han dejado vista y hábiles trazos para lograr la caricatura, el fondo, el entintado y muchísimas más connotaciones de sutileza que no tienen nada que endividar a la mejor narración. 




De la misma forma, ¿acaso los argumentos de un cómic tienen, por defecto de fábrica, que ser inferiores a una novela o ensayo? ¿Acaso es incompatible gozar de 1984 con V de Vendetta, viendo como se entrelazan pesimismos, rendijas de esperanza y críticas a la Gran Bretaña de La Dama de Hierro y anticipando muchas de las cosas que estaban por venir en la Caja de Pandora de la información?Pese a ello, y mal que les pese a las Marjane Satrapi del mundo, algo con bocadillos siempre parecerá una agradable cafetería familiar para muchas personas, simpáticos de trato, pero descartados establecimiento para celebrar una boda o algo serio con alto copete.




Entre todos esos subestimados, en el panorama nacional, pocos ocupan un lugar más destacado que los simpares Mortadelo y Filemón. Dentro de las muchas creaciones del genial y prolífico Francisco Ibáñez, en cuya carrera no voy a ahondar por archi-conocida y ejemplarmente estudiada en blogs muy recomendables (Corra jefe, corra, El rincón de Mortadelo...), los dos agentes de la TIA tienen un hueco reservado en el Pateón del imaginario popular (algo que se acentúa por la buena acogida de los personajes en otros lugares como América Latina o sus ejemplares tiradas en el mercado alemán).


Pensando de qué hablar esta semana, he caído en el axioma de que los cómics son algo, como las bicicletas, propicio para el verano. Hablar de ellos en el clima de crisis (palabra que oiremos cien veces antes de acostarnos y si no la echaríamos en falta) sería como contar chistes durante un velatorio. Sin embargo, repescar algunas viejas (y no tanto) aventuras de los chicos del Súper, quizás encontrase las respuestas necesarias para ser consecuente con el estado del ánimo y respetar el orden establecido. 






Y es que el despejado cráneo del maestro del disfraz y su jefe de dos pelos ya habían allanado el terreno. El atasco de influencias, Corrupción a mogollón, ¡Por Isis, llegó la crisis!, El candidato, El preboste de seguridad, Llegó el euro, Okupas... Todos ellos y más son aventuras donde se tocan temas de rabiosa actualidad y poco propicios para levantar el espíritu (corrupción, los tejemanejes de tribunales y partidos, la explosión de la burbuja que todo el mundo vio pero nadie predijo), algunos son excelentes albumes, otros menos afortunados, en no pocos de ellos tienen el sello de calidad de Ibáñez, en alguno hay más manos impuestas... No obstante, existe un denominador común, la sensación de que, al igual que ocurría con el tándem Berlanga y Azcona, nadie acusará nunca a los dos personajes caricaturizados de ser espejos poco fiables de la realidad. 





De hecho, sería interesante incluso hacer una comparativa de estos antiguos tebeos con ¡Todos a la cárcel!, lúcida película del director valenciano donde, a pesar de basarse en el escándalo de Torrebruno, podría ser hoy emitida sin que ninguno tuviera problemas en entender de qué es exactamente de lo que se está hablando. No en vano, el director de esa penitenciaría, no dejar de ser un genialmente hiperbólico Agustín González (quizás el actor español que mejor se ha cabreado en la historia de nuestro cine), para muchos, un auténtico clon del Súper Intendente Vicente.




Trabajador incansable desde sus primeros días en la editorial Bruguera, si bien se pueden intuir algunas tendencias en Ibáñez, es un autor que ha sabido sortear con inteligente habilidad cualquier asoación que limitase sus parcelas creativas. PSOE, PP, Unión Europea y hasta dictadores extranjeros como Pinochet, perdón, quería decir Panocho, han tenido su momento de burladero ante las trastadas de los probadores oficiales de los inventos de Bacterio. No han sido los únicos, clero, terroristas, banqueros, policía y agitadores han aparecido bajo la firma de quien (con todo el respeto para talentos como Escobar, Raf, Mora, Vázquez, Jan y un distinguido etc...) es el nombre de referencia para hablar del cómic español del siglo XX, ecléctico asimilador de sus mentores bruguerianos y la influencia franco-belga.
 

Lo que me fascina de Mortadelo y Filemón es la falta de pudor y la sencillez meridiana con la que desnuda vergüenzas propias y ajenas,  No hay problema en poner a banqueros y mandatarios degustando cóñacs y puros tras haber declarado ante los medios medidas de austeridad, mientras la televisión ofrece, según convenga, una visión idílica de la realidad o un Apocalipsis que convence al espectador de tirarse por la ventana. Dicen que los espejos de las ferias, por mucho que deformen, no dejan de tener una buena dosis de verdad debido a que se basan es algo que es cristalino. 





Sin saberlo, mientras veíamos a los dos agentes competir (y fracasar, en no pocas ocasiones, para que nos vamos a engañar) en Olimpiadas donde dejaban para última hora encontrar al villano de turno, el maestro Ibáñez ya nos dibujaba tipos hablando en móviles (otro de los elementos premonitorios de ¡Todos a la cárcel!), y donde había exceso de maletines, sobres y billetes... Es cierto que a veces ha sido una saga acomodaticia en cuanto a que las fórmulas que funcionan nunca se han arriesgado, pero, pese a su costumbrismo y automatismos, Clever & Smart (parece ser que en las bávaras tierras de A. Merkel hay más fe en la capacidad intelectual de Mortadelo y Filemón que en su Director General) ha tenido el sano don de criarnos, a su manera, desde los días de la Nocilla y pantalones cortos, sin tener miedo a decir lo que estaba fallando... y animando a no dejar de tomarlo con ironía, pues la vida no merece una consideración tan seria.




Sin miedo al Impeachment y los coqueteos de Ofelia, nuestros dos protagonistas avanzaron por medio globo, deshaciéndose y creando entuertos, solamente para comprender que cuando pillaron in fraganti a don Rufián, director de la Guardia Viril, que vivían el país de la picaresca y que los Carpantas del mundo siguen en fuera de juego ante los Protasios que tengan algún contacto. La falta de moralina de estas historias, pese a los golpetazos y las persecuciones, no deja de ser mucho más honesta que la de no pocos telediarios. 



Desde Juanito Batalla a cierto señor con bigote que aparece frecuentemente conspirando en las sombras y sin preocuparse porque secuestren a ese dibujante cque tantas veces se mete con él, nos seguirá quedando ese consuelo, como el bufón que tira de las orejas carolinas a su príncipe, cual Lazarillos dejando caer cosas raras que vimos de nuestros amos, y, sabe vuestra merced, cuanto menos decir en el callar de unas viñetas silenciosas... 




De pequeño creía que Mortadelo y Filemón era para niños. Ahora, tengo la sospecha, de que dentro de 60 años, creeré que es para personas mayores de 70.Y, a buen seguro, hay seguirá el legado de Ibáñez dando guerra, contra el poder de turno... 

domingo, 3 de febrero de 2013

MUNDA: EL EPÍLOGO DE UNA GUERRA CIVIL

 

Debió de ser durante apenas un instante. Quizás cruzaron miradas, aunque ambos llevaban mucho tiempo sin hablarse. Tito Labieno, que no dudaba en exponer sus discursos de forma clara, había llegado a afirmar que solamente negociaría con la cabeza de César como condición. Nadie hubiera pensado cuando afirmó eso en Grecia, que había sido uno de los mejores amigos de el calvo libertino, como les gustaba llamarle a sus legiones y, fundamentalmente, su terrible y eficaz mano derecha durante los años de las Galias, una de las más audaces, brutales, terribles y exitosas campañas de la feroz República Romana. Ahora, en algún punto incierto de los dominios de Corduba, la vieja rivalidad iba a zanjarse para siempre.
 
 
 
 
 
 
Con todo, Julio César y Tito Labieno, aparte de viejos camaradas (en una ocasión memorable, Plutarco afirmó que el dictador romano dijo que Fue el único de mis amigos que me traicionó, mientras que especialistas como Rex Warner subrayan que incluso en tales circunstancias de odio, César seguía gustando de pensar en su viejo lugarteniente, como amigo), eran los exponentes de la guerra civil que había comenzado cuando el primero cruzó el río Rubicón para marchar contra su propia patria. Algunos de los que combatían en aquel terreno elevado, eran hijos de hombres que habían empezado aquellas masacres entre ciudadanos mucho antes. Pero, al ver los movimientos de la caballería de Labieno reforzando el sector adecuado en el momento oportuno, César no necesitaba ninguna nota a pie de página para comprender que, como pocas veces, luchaba por la mera supervivencia y no la gloria, ese momento que llevó a los generales romanos a tener un esclavo al lado que recordaba al triunfador que solamente era mortal (que tuviera que recordarse semejante obviedad habla de la pomposidad del evento en sí mismo y la fuerza que tenía para egos tan grandes como formidables).
 
 
 
 
Para la persona que está empezando a descubrirla, pocas parcelas de la Historia pueden tener más fuerza que una gran batalla. Hay gente que nunca cogería una obra clásica pero que conoce hasta el último detalle del desayuno de los mariscales de Bonaparte en Waterloo, o los movimientos empleador por Aníbal Barca en Cannas. A diferencia de otros senderos más sutiles de Clío (el circuito económico, los avances y retrocesos sociales, las disputas religiosas...), el combate en un lugar alejado de la mano de Dios, con seres humanos retorciéndose mutuamente, resulta extrañamante inmediato, desde las costas de Ilión hasta las selvas de Vietnam.
 
 
 
 
 
Buscando ese morbo ante el cruel bronce, la editorial Almena ha publicado recientemente una serie de libritos que recuerdan algunos de esos episodios bélicos, con especial antención a los que se dieron en suelo peninsular. En concreto, el que hoy nos ocupa fue uno que encontré hace relativamente poco en la Librería Luque, nada menos que una nueva puesta en escena de la contienda de Munda, el día en que la última resistencia pompeyana que se planteó en Hispania.
 
 
 
 
 
El autor no es otro que José Ignacio Lago, confeso cesarista, como él muy honestamente nunca ha ocultado y que montó uno de los grandes foros de discusión de aspectos estratégicos en la Edad Antigüa en la red, que a pesar de su clara parcialidad, no esconde un innegable encanto. El trabajo del que hoy hablamos no debe interpretarse como un estudio histórico científico, más bien, un ejercicio de erudición de un apasionado en el tema, con muchas valoraciones personales y juicios discutibles, pero que resulta tremendamente ameno y con las convenientes ayudas de las ilustraciones de Faustino Martín.
 
 
 
 
Lago narra con amenidad y buena divulgación la extraña pero innegable conexión que existió entre Hispania y algunos de los momentos más decisivos de ese pulso por el Mare Nostrum entre compatriotas. Ya fuera el brillantísimo estratega Quinto Sertorio acogiendo su Senado particular en Osca o el futuro y adinerado Marco Licinio Craso huyendo de las represalias de los marianos, parecía que, ya fuera en la Ulterior a la Citerior, en esas dos provincias (que eran espléndidos nidos de reclutamiento), siempre sería un teatro de operaciones destacado. En el pasado, el propio César había comenzado sus primeras campañas allí como pretor, frente a los lusitanos, que tanto ruido habían hecho con Viriato como caudillo, por no hablar de su victoria ante "un ejército sin general", como definió su forma de vencer a las legiones pompeyanas en la antigua Iberia; prólogo de su su victoria ante un general sin ejército, como acuñó para su éxito en Grecia. Que entre medias hubiera descalabros donde peligró su propia vida importaba poco a uno de los más hábiles publicistas de la Historia, el más ambicioso, inteligente y afortunado de los miembros de la jeunnessé dorée (Cicerón, Lúculo, Servilia, Craso... el propio Pompeyo), tan dorada como preludio de las grietas de una República que se había convertido en una mera palabra de un pulso entre facciones patricias con mucho dinero y poder en juego.
 
 
 
 
 
 
Con un buen sistema de mapas y convenientes fotografías de bustos (especial mención a esa maravilla que es el convervado en los Museos Vaticanos que muestra al invasor de Astérix como un hombre de ojos increíblemente inteligentes, una clara determinación, rostro delgado y una curvatura ambición en consonancia con la alta estima que se daba a sí mismo), las páginas de este librito ligero se suceden. Será la Arqueología quien siga determinando los posibles emplazamientos de Munda, objeto de continuada discusión y que obsesionó al mismísimo Napoleón III, mientras que los filólogos latinos seguirán descifrando los pasajes de estilo de ese anónimo cadete que relató los acontecimientos de los sitios de Ategua, a años luz en calidad de La Guerra de las Galias (una de las más brillantes manipulaciones literarias de la Historia), pero uno de los pocos testimonios de primera mano de una palabra, Munda, que significó mucho para vencedores y derrotados de este pulso.
 
 
 
 
Si existía un broche carmesí para aquellas acometidas y carnicerías comenzadas por Mario y Sila, fue aquella ocasión. Los hijos de Pompeyo, Labieno y el propio César se encargaron de ello. No obstante, sus metodologías eran diferentes. Cneo, el mayor de los retoños del superviviente en Farsalia era un joven enérgido y decidido, aunque su temperamento le perdía, mientras que Sexto mostraba mayor previsión a largo plazo. Labieno, por su lado, en su extraña y controvertida personalidad (como muy bien adiverte Lago, los motivos de su deserción siguen siendo fascinantes y no solamente era una cuestión de lealtades, sino de aspectos económicos y de clientelismo político), era un hombre muy cruel y sumamente eficaz en un campo de batalla (es un mérito del autor, pese a sus simpatías, su capacidad de reconocer los méritos del enemigo de su ídolo, junto a Alejandro Magno, en el análisis de los movimientos de unos y otros). Mientras, César era mucho más sútil en sus caminos, podía usar la piedad y la crueldad según se ajustasen a sus necesidades, en un auto-dominio tan insultante que hacía a sus admiradores juzgarles el único posible salvador de Roma... mientras que los detractores subrayaban una arrogancia que solamente podía llevarle a erigirse rey... o incluso dios.
 
 
 
Correcto repaso con muchas simpatías por uno de los bandos de una forma evidente, no estamos, ni mucho menos ante la obra definitiva sobre el epílogo sangriento de la carrera de quien para muchos es uno de los mejores (si no, el mejor) general romano de todos los tiempos. Para tantos otros, una de las figuras más desazonadoramente anticipadas de lo que aguardaba en el futuro, políticos capaces de anteponer con habilidad y manipulación su dignitas a la de sus conciudadanos a cualquier precio, caudillos capaces de generar una aceptación tan fuerte en sus huestes hasta límites fanáticos y mil aspectos más de un mosaico de personalidades. A. Goldsworthy lo ejemplificó mejor que nadie al decir que muy pocos personajes de ficción han hecho todo lo que hizo Julio César. Su grandeza, fue incuestionable, si fue admirable, sería un objeto de mucho mayor debate.
 
 
 
Este libro de la colección Guerreros y batallas es un más que digno y ameno acercamiento a su última lucha. Únicamente, recomendable sacar valoraciones propias de muchos juicios de valor... Reflexionen y tomen su rumbo, no hagan caso de nadie... y muchísimo menos de ese blog que se llama como una película de Fellini.