Debió de ser durante apenas un instante. Quizás cruzaron miradas, aunque ambos llevaban mucho tiempo sin hablarse. Tito Labieno, que no dudaba en exponer sus discursos de forma clara, había llegado a afirmar que solamente negociaría con la cabeza de César como condición. Nadie hubiera pensado cuando afirmó eso en Grecia, que había sido uno de los mejores amigos de el calvo libertino, como les gustaba llamarle a sus legiones y, fundamentalmente, su terrible y eficaz mano derecha durante los años de las Galias, una de las más audaces, brutales, terribles y exitosas campañas de la feroz República Romana. Ahora, en algún punto incierto de los dominios de Corduba, la vieja rivalidad iba a zanjarse para siempre.
Con todo, Julio César y Tito Labieno, aparte de viejos camaradas (en una ocasión memorable, Plutarco afirmó que el dictador romano dijo que Fue el único de mis amigos que me traicionó, mientras que especialistas como Rex Warner subrayan que incluso en tales circunstancias de odio, César seguía gustando de pensar en su viejo lugarteniente, como amigo), eran los exponentes de la guerra civil que había comenzado cuando el primero cruzó el río Rubicón para marchar contra su propia patria. Algunos de los que combatían en aquel terreno elevado, eran hijos de hombres que habían empezado aquellas masacres entre ciudadanos mucho antes. Pero, al ver los movimientos de la caballería de Labieno reforzando el sector adecuado en el momento oportuno, César no necesitaba ninguna nota a pie de página para comprender que, como pocas veces, luchaba por la mera supervivencia y no la gloria, ese momento que llevó a los generales romanos a tener un esclavo al lado que recordaba al triunfador que solamente era mortal (que tuviera que recordarse semejante obviedad habla de la pomposidad del evento en sí mismo y la fuerza que tenía para egos tan grandes como formidables).
Para la persona que está empezando a descubrirla, pocas parcelas de la Historia pueden tener más fuerza que una gran batalla. Hay gente que nunca cogería una obra clásica pero que conoce hasta el último detalle del desayuno de los mariscales de Bonaparte en Waterloo, o los movimientos empleador por Aníbal Barca en Cannas. A diferencia de otros senderos más sutiles de Clío (el circuito económico, los avances y retrocesos sociales, las disputas religiosas...), el combate en un lugar alejado de la mano de Dios, con seres humanos retorciéndose mutuamente, resulta extrañamante inmediato, desde las costas de Ilión hasta las selvas de Vietnam.
Buscando ese morbo ante el cruel bronce, la editorial Almena ha publicado recientemente una serie de libritos que recuerdan algunos de esos episodios bélicos, con especial antención a los que se dieron en suelo peninsular. En concreto, el que hoy nos ocupa fue uno que encontré hace relativamente poco en la Librería Luque, nada menos que una nueva puesta en escena de la contienda de Munda, el día en que la última resistencia pompeyana que se planteó en Hispania.
El autor no es otro que José Ignacio Lago, confeso cesarista, como él muy honestamente nunca ha ocultado y que montó uno de los grandes foros de discusión de aspectos estratégicos en la Edad Antigüa en la red, que a pesar de su clara parcialidad, no esconde un innegable encanto. El trabajo del que hoy hablamos no debe interpretarse como un estudio histórico científico, más bien, un ejercicio de erudición de un apasionado en el tema, con muchas valoraciones personales y juicios discutibles, pero que resulta tremendamente ameno y con las convenientes ayudas de las ilustraciones de Faustino Martín.
Lago narra con amenidad y buena divulgación la extraña pero innegable conexión que existió entre Hispania y algunos de los momentos más decisivos de ese pulso por el Mare Nostrum entre compatriotas. Ya fuera el brillantísimo estratega Quinto Sertorio acogiendo su Senado particular en Osca o el futuro y adinerado Marco Licinio Craso huyendo de las represalias de los marianos, parecía que, ya fuera en la Ulterior a la Citerior, en esas dos provincias (que eran espléndidos nidos de reclutamiento), siempre sería un teatro de operaciones destacado. En el pasado, el propio César había comenzado sus primeras campañas allí como pretor, frente a los lusitanos, que tanto ruido habían hecho con Viriato como caudillo, por no hablar de su victoria ante "un ejército sin general", como definió su forma de vencer a las legiones pompeyanas en la antigua Iberia; prólogo de su su victoria ante un general sin ejército, como acuñó para su éxito en Grecia. Que entre medias hubiera descalabros donde peligró su propia vida importaba poco a uno de los más hábiles publicistas de la Historia, el más ambicioso, inteligente y afortunado de los miembros de la jeunnessé dorée (Cicerón, Lúculo, Servilia, Craso... el propio Pompeyo), tan dorada como preludio de las grietas de una República que se había convertido en una mera palabra de un pulso entre facciones patricias con mucho dinero y poder en juego.
Con un buen sistema de mapas y convenientes fotografías de bustos (especial mención a esa maravilla que es el convervado en los Museos Vaticanos que muestra al invasor de Astérix como un hombre de ojos increíblemente inteligentes, una clara determinación, rostro delgado y una curvatura ambición en consonancia con la alta estima que se daba a sí mismo), las páginas de este librito ligero se suceden. Será la Arqueología quien siga determinando los posibles emplazamientos de Munda, objeto de continuada discusión y que obsesionó al mismísimo Napoleón III, mientras que los filólogos latinos seguirán descifrando los pasajes de estilo de ese anónimo cadete que relató los acontecimientos de los sitios de Ategua, a años luz en calidad de La Guerra de las Galias (una de las más brillantes manipulaciones literarias de la Historia), pero uno de los pocos testimonios de primera mano de una palabra, Munda, que significó mucho para vencedores y derrotados de este pulso.
Si existía un broche carmesí para aquellas acometidas y carnicerías comenzadas por Mario y Sila, fue aquella ocasión. Los hijos de Pompeyo, Labieno y el propio César se encargaron de ello. No obstante, sus metodologías eran diferentes. Cneo, el mayor de los retoños del superviviente en Farsalia era un joven enérgido y decidido, aunque su temperamento le perdía, mientras que Sexto mostraba mayor previsión a largo plazo. Labieno, por su lado, en su extraña y controvertida personalidad (como muy bien adiverte Lago, los motivos de su deserción siguen siendo fascinantes y no solamente era una cuestión de lealtades, sino de aspectos económicos y de clientelismo político), era un hombre muy cruel y sumamente eficaz en un campo de batalla (es un mérito del autor, pese a sus simpatías, su capacidad de reconocer los méritos del enemigo de su ídolo, junto a Alejandro Magno, en el análisis de los movimientos de unos y otros). Mientras, César era mucho más sútil en sus caminos, podía usar la piedad y la crueldad según se ajustasen a sus necesidades, en un auto-dominio tan insultante que hacía a sus admiradores juzgarles el único posible salvador de Roma... mientras que los detractores subrayaban una arrogancia que solamente podía llevarle a erigirse rey... o incluso dios.
Correcto repaso con muchas simpatías por uno de los bandos de una forma evidente, no estamos, ni mucho menos ante la obra definitiva sobre el epílogo sangriento de la carrera de quien para muchos es uno de los mejores (si no, el mejor) general romano de todos los tiempos. Para tantos otros, una de las figuras más desazonadoramente anticipadas de lo que aguardaba en el futuro, políticos capaces de anteponer con habilidad y manipulación su dignitas a la de sus conciudadanos a cualquier precio, caudillos capaces de generar una aceptación tan fuerte en sus huestes hasta límites fanáticos y mil aspectos más de un mosaico de personalidades. A. Goldsworthy lo ejemplificó mejor que nadie al decir que muy pocos personajes de ficción han hecho todo lo que hizo Julio César. Su grandeza, fue incuestionable, si fue admirable, sería un objeto de mucho mayor debate.
Este libro de la colección Guerreros y batallas es un más que digno y ameno acercamiento a su última lucha. Únicamente, recomendable sacar valoraciones propias de muchos juicios de valor... Reflexionen y tomen su rumbo, no hagan caso de nadie... y muchísimo menos de ese blog que se llama como una película de Fellini.
No hay comentarios:
Publicar un comentario