domingo, 29 de junio de 2014

EL GÉNERO QUE NUNCA MUERE


Se nos fue el "Feo". Poco educada de manera de decirlo, pero el bueno de Eli Wallach se inmortalizó con un personaje memorable apodado de dicha manera, el caza-recompensas Tuco, metido de lleno en una alianza-rivalidad con dos tipos con tan pocos escrúpulos como él (interpretados por Clint Eastwood y Lee Van Cleef.  El film, El bueno, el feo y el malo (1966), se convirtió en un clásico dentro del género del spaghetti western. Wallach era un actor de raza con una larga y fecunda carrera (además, ha fallecido con la envidiable edad de 98 años), aunque siempre se le recordará por su entrañable y tampoco busca-vidas en aquellos desiertos almerienses. 



Parece conveniente que Amarcord honre a uno de los símbolos de aquel salvaje Oeste hablando de una de las películas menos mencionadas de la interesante carrera de Álex de la Iglesia, 800 balas (2002), un verdadero testamento cinematográfico a aquella atmósfera tan única. En no pocos casos, muchos puristas del venerado western de la gloriosa etapa clásica (Sam Peckinpah, John Ford, etc.) se tiraban de los pelos ante aquella adaptación del viejo texto de los venerados maestros. Los héroes habían dejado de ser tan limpios, las armaduras blancas pasaron a ser ponchos cubiertos de polvo, la frontera con la villanía era muy difusa y el realismo de hitos como El hombre que mató a Liberty Valance o Fort Apache se desvirtuaba con epopeyas en poblados fantasmas, tiroteos súper-heroicos y las hiperbolizaciones. 



Si recuerdan las personas más veteranas en el seguimiento de este pequeño espacio, ya se ha hablado aquí en alguna ocasión de esta obra. Sin embargo, este domingo lo va a hacer desde otro enfoque. No se trata tanto de hablar del argumento, si está mejor o peor llevado, alguna anécdota del rodaje, etc. Nada de eso. En realidad, más bien se trata de un pequeño tributo a algunas reflexiones que sigue suscitando a las nuevas generaciones de espectadores.  



Una de las mejores cosas de esta recuperación de la esencia del spaghetti wester es su sentido homenaje a quienes forman parte de las miserias y dificultades del rodaje, pero que no disfrutan, como afirma el personaje interpretado por Sancho Gracia, convertido en el doble Julián, de la gloria y fama que alcanzaron protagonistas como Clint Eastwood, héroes en la pantalla que además se revelaron como extraordinarios intérpretes y, en el caso del veloz pistolero, director de prestigio.  



Extras, figurantes, montadores, ayudantes de dirección, encargados de la logística... Mucho de eso transmite el poblado de Texas Hollywood, un monumento roído por el paso del tiempo y el ocaso de este tipo de producciones cuando dejaron de ser rentables. No cuesta pensar que un día determinado por allí pudieran haber pasado nombres como Wallach, Van Cleef o Raquel Welch, futuros astros en ciernes que se expusieron a las balas de ficción de aquellos rifles inacabables. 



Un recuerdo de los días de gloria, un relato entre lo fascinante, lo grotesco, lo oscuro y lo deslumbrante, como es el propio cine del cineasta vasco, una mezcla de tragicomedia oscura y gusto por lo grotesco. Lo curioso es que, pese a sus defectos, todas las pelis los tienen, consigue generar un cariño increíble por estos individuos de otra época, indios, dueñas de salones, jugadores de póker de fortuna y duelos falsos cara al Sol. Especialistas obsesionados por parecer realistas, aunque se dejen dientes, cuerpo y el alma en una caída que apenas serán tres segundos en el montaje final, sin poder ser reconocidos ni por sus familiares. 


Honestamente, creo que al falso feo le hubiera gustado mucho este film, especialmente cierto falso cameo final de un rubio compañero. En cierto modo, 800 balas invita a recordar que todo es un esfuerzo colectivo, que un tipo debe decidir que es divertido presentarse a un casting y que un señor llamado Sergio Leone decidiera que había encontrado al último miembro de su triunvirato. 



Curiosamente, volvió a coincidir caminos con uno de sus viejos socios, Clint Eastwood, quien volvió a recurrir a él para un film de una oscuridad y calidad extraordinaria, Mystic River. Ambos debieron compartir anécdotas de aquellos Julianes que encontraron en la otra punta del mundo, algunas de ellas ya recogidas en un libro colectivo muy ameno, ¡Clint, dispara!: La trilogía del dólar de Sergio Leone




Y es que hay géneros que nunca mueren. Una tarde calurosa de verano que no haya nada que hacer se antoja un aburrimiento fácilmente eludible. El DVD está allí esperando y Tuco, el Rubio y cierto malvado sargento se dispondrán, una vez más, a contarnos ese cuento que nos gusta tanto... 

domingo, 22 de junio de 2014

BAD AS I WANNA BE: BREAKING BAD, PRIMERA TEMPORADA


Hay momentos en los que todos lo pensamos. Las injusticias cotidianas en el trabajo, la cola del súper-mercado, la falta de educación del vecino del quinto... Cada cual tiene su válvula de escape que permite evitar cruzar aquella frontera que tenía el personaje de Michael Douglas en Un día de furia. Sin embargo, a veces el limes queda violado de una forma inesperada, hay una pequeña chispa que lleve a una persona concreta, un día determinado, a decir que ya... basta. 




Breaking Bad es la historia de uno de esos tipos. Afortunadamente, se trata de una ficción televisiva, una muy afortunada inversión de la caja tonta, la enésima demostración de que se trata de un medio rico para explotar parcelas inexploradas por la ficción, con horas y horas de desarrollo, su gran ventaja sobre el metraje de una película. Protagonizada por Bryan Cranston (el inefable padre de Malcolm y el mejor jefe que nunca tuvo Ted Mosby), las seis temporadas del show son ya objeto de culto para toda una generación de espectadores que ya están barajando resucitar una vieja blasfemia. 




Por ahí ya pasaron Los Simpson, Los Soprano, The Wire, etc. "La mejor serie nunca hecha", "Si no las has visto, ¿qué demonios has hecho con tu vida?". La calidad lleva al fanatismo, la calidad excepcional, lleva al fanatismo más absoluto. Pasando por alto la dificultad de comparar programas de épocas y géneros distintos, entramos en unas fronteras terriblemente subjetivas al tratar de terminar hasta qué punto es justo potenciar a una sobre otra. 

Esa devoción provoca un efecto colateral del que no tiene la culpa la obra. Puede pasar hoy en día con fenómenos de masas como Juego de Tronos o Walking Dead, cuyos aficionados (entre los que me incluyo) somos, a veces, unos pesados vendedores de puerta a puerta, pregoneros de biblias en temporadas y que terminan generando unas expectativas que no podrían cumplirse ni aunque la serie se hubiera hecho a medias entre Martin Scorsese y Alfred Hitchcock. Debería confesar que ese efecto se produjo en mí a la hora de ver Breaking Bad, la historia de Walter, un profesor de química de instituto, pluriempleado para mantener a su mujer embarazada (Anna Gunn) y su hijo, Walter Junior, un chico con problemas de discapacidad (RJ Mitte). 



Sin embargo, durante la estancia en cierta capital portuguesa (como se dice en los cómics, ver números anteriores), el tráfico de pendrives con capítulos de series, me permitió al fin darle una oportunidad a la tan cacareada obra maestra. Habiendo visto únicamente la primera temporada, desde el alejamiento de las faltas de expectativas, uno puede comprender mejor los muchos puntos fuertes y atractivos que atesora la creación de Vince Gilligan y sus asociados (Michelle MacLaren, George Mastras y un distinguido etcétera). 



La ruptura que propone este relato es un cruce de fronteras sin punto de retorno. Cuando a Walter le diagnostican cáncer, una enfermedad que, tristemente, quien más y quien menos conoce porque le haya tocado a sus seres queridos, le lleva a una lógica angustia, sumada de la perfecta consciencia de que su, probablemente, futurible muerte, va a dejar una viuda con dos hijos que alimentar, uno de ellos con problemas de salud también. Cualquiera que conozca minímamente el sistema de sanidad de los Estados Unidos puede imaginar por qué la calculadora va a sufrir en ese hogar. 
  


La búsqueda de una nueva fuente de ingresos para los suyos lleva al protagonista a pensar en las noticias que le da su cuñado, Hank (Dean Norris, quien ejerce el papel del marido de la hermana de la mujer de Walter, interpretada por Betsy Brandt), policía anti-droga y que constantemente cuenta la gran cantidad de dinero que incauta su brigada. Por una coincidencia, acompañado en una ocasión a Hank y a un colega suyo, el profesor descubre a un antiguo alumno (Aaron Paul), quien se dedica al oficio de camello a pequeña escala. 



Debido a su buen conocimiento de la química (de hecho, su carrera es bastante frustrante en ese aspecto, ya que de joven parecía la clase de científico que inventaría algo revolucionario o sería parte activa de algún laboratorio que optase al premio Nobel), Walter convence a su antiguo pupilo de que él podría ayudarle a fabricar una droga de calidad, pura y con menos gastos de producción. Tornado en una especie de Vatel de los cristales, el dueto extraño empieza a funcionar; aunque Walt se propone sacar la pasta suficiente para garantizar el futuro de los suyos y dejarlo, empiezan a relacionar con tipos realmente peligrosos y, tanto su vida como la de su socio, empieza a salpicar a todo su núcleo familiar y de amigos. 



Dotada de unos elementos tragicómicos muy singulares, alternando humor negro con verdaderos y eficaces dardos al sistema donde vivimos, Breaking Bad es la clase de serie en la que uno debería iniciarse por un feliz hallazgo casual, zapeando una aburrida tarde de domingo y diciendo, ey, esto parece interesante... vamos a darle una oportunidad. 




"Solo hace falta tener un mal día para que el hombre más cuerdo del mundo enloquezca. Solo un mal día"- A.Moore, La broma asesina.  

domingo, 15 de junio de 2014

X MEN: DÍAS DE PASADO Y FUTURO


El reciente estreno de la película X-Men: Días del futuro pasado trae aparejadas varias resonancias a una época muy especial del cómic norteamericano: la etapa de Chris Claremont y John Byrne al frente de la Patrulla X en la segunda mitad de los años setenta y comienzos de la siguiente década. Unos años dorados que aún son objeto de re-ediciones a varios idiomas y que provocaban una plácida sonrisa en viejos aficionados de todo el globo. Sin embargo, quizás no sea tan conocido el hecho de que la popularidad mutante en Marvel nunca pareció destinada a ser tal.  



Surgida de la fértil imaginación de Stan Lee y Jack Kirby en los comienzos de la Edad de Plata del cómic norteamericano, los hombres y mujeres X eran héroes atípicos, debido a su inadaptación como nuevo eslabón de la humanidad,obligados a aprender a usar sus precoces poderes en la academia de Charles Xavier, un benevolente, pero exigente maestro que quería evitar que sus pupilos acabasen tomando el camino que otros miembros de su especie estaban tomando con respecto a la raza humana. Pretender que sus coetáneos aplaudieran a aquellos misteriosos héroes era como aguardar que los neandertales hubieran dejado una alfombra roja al primer homo sapiens que asomase por su territorio. Esa condición de outsiders y protectores de un sistema que les quería destruir, les dio una novedad y frescura que, sin embargo, no se tradujo en ningún éxito de ventas. 



Constantes cambios de equipo creativo y el oscurecimiento ante otros personajes más populares de la editorial, llevaron a la colección, tras más de más de cincuenta números, a vivir marginada como una subtrama secundaria del rico universo de súper-héroes. Todo cambió cuando Chris Claremont, guionista británico, recibió carta libre para intentar reflotar al grupo, pudiendo hacer y deshacer a su antojo el grupo original. La primera de sus medidas fue muy lógica: internacionalizar la Academia. ¿Por qué demonios iban a concentrarse todos nacidos con el factor X en los Estados Unidos? URSS, Canadá, Irlanda, África... Aquello supuso un soplo de aire fresco al conjunto y permitió captar la atención del público (aunque el mérito inicial del proyecto fue de otro buen guionista, Len Wein.  



La combinación de alumnos de la primera etapa (Jean Grey, Scott Summers, Hank McCoy...) con los recién llegados (Tormenta, el alemán Rondador Nocturno, el soviético Coloso...) logró mantener al los leales lectores de la primera etapa y atraer a un nuevo espectro de audiencia. De igual forma, el azar acudió al auxilio del destino del patito feo de la editorial cuando se decidió no matar en la primera aventura a un bajito y malhumorado canadiense, conocido como Logan. El resto iba a ser leyenda, sobre todo cuando, tras la buena etapa a los lápices de Dave Cockrum, John Byrne aterrizaba de forma definitiva como dibujante regular de la serie. 


Hay innumerables ejemplos de parejas bien avenidas que trasladaron su química a las viñetas (Albert Uderzo y René Goscinny, Jeph Loeb y Tim Sale...); no obstante, es verdad que, a veces, una falta de feeling o afinidad no tiene por qué ser sinónimo de fracaso, sino todo lo contrario. Claremont y Byrne tuvieron innumerables enfrentamientos artísticos, no solamente entre ellos a la hora de desarrollar a sus personajes, también hubieron de vérselas con Jim Shooter, uno de los editores más rentables y polémicos de Marvel, un hombre con gran visión comercial, con experiencia como guionista, pero asimismo un carácter difícil y una fuerte tendencia a cortar alas creativas. 




Personalidades complicadas y una visión chocante con qué hacer con unos mutantes que se iban haciendo cada vez más fascinantes. Ororo, alias Tormenta, era un personaje femenino muy alejado de los clichés de la década anterior. Nacida fruto del mestizaje, niña en el Egipto de la guerra civil, adorada como una diosa en un paraíso perdido, se trataba de una mujer hecha con madera de líder y con una fácil y lógica proyección en el grupo afro-americano. De igual forma, Logan fue alcanzando una fama casi inexplicable en un tipo violento, arrebatos de ira e inexplicable carisma. El bueno de Lobezno anticipaba un nuevo modelo de héroe, tipos solitarios y de malas pulgas que poblarían las páginas súper-heroicas del nuevo milenio. En sí, la confección de Bryne y Claremont fue genial, el único problema del mutante de las garras ha sido su proliferación ad infinitum en demasiadas colecciones y una cola de imitadores sin su daimon, pero, en sí, se trató de uno de los innegables grandes aciertos de aquellas aventuras.  




Por utilizar terminología informática, el nuevo tándem (donde deberíamos incluir a Terry Austin, el entintador que mejor ha entendido la excelente capacidad narrativa de Byrne) supuso una actualización 7.0 de las buenas ideas originales de Lee y Kirby. Especialmente, se enriqueció el duelo de Xavier, mentor de la patrulla, con Magneto, su Némesis. Villano de opereta y casco a lo Darth Vader, Claremont dio en la tecla exacta cuando decidió explicar su fobia a la humanidad por su infancia en un campamento de concentración nazi. Esposo de Magda, una mujer de etnia gitana, también tuvo esa experiencia de su familia política para observar qué se le podía hacer a quienes eran diferentes. De un villano mega-poderoso, Magnus paso a tener un interés aparte, un discurso radical, pero cimentado en una base empírica de crueldad sufrida, una desconfianza razonable ante el prójimo y un sentido de protección de su casta. Su duelo con Xavier pasó a ser tan interesante en el campo de batalla como en el discurso ideológico que uno y otro presentaban. 



Un fantástico estado de forma que alcanzó dos puntos de inflexión sin precedentes en unas sagas memorables: Fénix Oscura y Días del futuro pasado. La primera se trata de la confirmación del nuevo papel de Jean Grey en la colección, de ser la única chica del grupo e interés amoroso de Cíclope y Ángel, la pelirroja telépata pasó a ser el carácter más explosivo, pasional y moralmente más interesante del grupo y las reflexiones que lleva aparejadas el poder. Sazonada con el Club Bildelber...perdón, quería decir el Club del Fuego Infernal... el único inconveniente de Fénix Oscura han sido los remakes e intentos de volver a la magia original, siempre sin resultado, aunque puedo ser un poco hard en este apartado. 


Días del futuro pasado es una pieza diferente, aunque igualmente interesante. Paradojas temporales que llevan a un futuro desolador donde el gobierno de los Estados Unidos, en una paranoia digna del senador McCarthy, da licencia a una poderosa industria para re-abrir el proyecto Centinelas, armas de destrucción masiva (en este caso, reales, no un bonito pretexto para yacimientos petrolíferos) que comienzan un programa de exterminio de mutantes sin ninguna clase de rubor. 



Ni siquiera la marcha de un talento como el de Byrne impidió que la colección siguiera dando auténticos regalos como una versión particular de Dante a través del viaje de Rondador Nocturno a una versión muy especial de los siete infiernos. Un cómic extraño, pero con momentos repletos de curiosidad y de confirmación de que aquellos hombres X habían pasado de ser unos semi-desconocidos a uno de los estandartes de su editorial. Personajes clásicos como el Doctor Doom se dejaron caer en uno de los baluartes de aquellos años 80 en la auto-proclamada Casa de las Ideas. 



De cualquier forma, es curioso cómo intentaron volver a repetirse algunos arcos, resucitar personajes, incorporar nuevos alumnos a las aulas de Xavier... pero ya no fue lo mismo. O, quizás, simplemente sean recuerdos de un viejo fan, todas las generaciones piensan que la música que escuchaban sus padres era de carrozas y la de sus hijos un montón de ruidos. Cada nueva hornada de personas enganchadas a este género X (y, por una vez, no estamos hablando de pornografía en el blog) tienen su particular versión de días pasados y futuros de esta increíble patrulla, la cual, hoy y siempre, permanece irreductible al invasor paso del tiempo. 



Disfruté de 130 minutos en buena compañía de amigos de otra muesca más de un revólver gastado, ya no son la patrulla que leía, aunque me siguen divirtiendo mucho estas idas de olla y regresos al futuro. Detrás nuestra, un puñado de chavales afirman: "Esto es la hostia..." y empiezan a intercambiar datos de los cómics que han leído y las referencias, algunas de las cuales a mí se me han escapado. Respiro tranquilo, hemos conseguido pasar la antorcha... 

domingo, 8 de junio de 2014

LECTURAS SOBERANAS


Aunque ha sido un poco difícil de seguir por la poca atención mediática recibida, muchas de las avezadas personas que hagan caer su mirada sobre el blog este domingo, quizás sepan que se ha producido esta semana una abdicación histórica, la de don Juan Carlos de Borbón. Si bien parece imposible añadir algo más a la avalancha de opiniones que se han vertido en redes sociales, periódicos y medios informativos, la ocasión parece propicia para hacer un breve y modesto repaso de una de las instituciones clave para comprender el devenir en el tiempo de muchas sociedades a lo largo de las centurias y nuestra actualidad: la Monarquía a través de algunos libros y diferentes enfoques. Un concepto que no deja indiferente a nadie, generando adhesiones y urticarias a partes iguales, también en el mundo de las letras. 



Fue un célebre historiador, Marc Bloch, quien brindó un estudio clásico, Los reyes taumaturgos, una excelente reflexión sobre la creencia generalizada en la Edad Media europea de que los soberanos, ungidos por la gracia divina, tenían la capacidad de curar determinadas enfermedades y males. Perfecto reflejo del carácter sobrenatural con el que la Corona se imbuyó, aunque la cosa venía de antiguo: la vinculación de la dinastía aqueménida con Ahura Mazda cimentó buena parte de la autoridad del Gran Rey en el vasto Imperio Persa.       



Era la creencia, por supuesto, la realidad y los mentideros chismosos de Clío mostraron biografías del estamento mucho menos sacralizadas, pero mucho más interesantes y humanas en sus flaquezas. Suetonio, con su vida de Los doce Césares, analizó cómo los primeros linajes de emperadores eran personalidades arrastradas por sus pasiones, los cuales alternaban auténticos genios políticos y militares con monstruos y depravados; en ocasiones, incluso una mezcla de todo en una misma persona. 




Siglos después, en la Roma de Oriente, es decir, Bizancio, otro cronista excepcional, Procopio de Cesarea, alternaba las loas imperiales de rigor con escritos secretos que él mismo temía publicar de la Corte bizantina. Fascinantes marcos que, a medida que iban evolucionando los tiempos, llevaban a preguntar quién podía confiar en los relatos hagiográficos de antaño, aquellos Agamenones y tronos unificadores de reinos. Maurice Druon atacó a la yugular muchos de los secretos de los descendientes de Felipe IV el Hermoso (no confundir con el tampoco feo consorte de Juana la Loca), maldecidos por el último Gran Maestre de la Orden Templaria (esa simpática institución que, a juzgar por la producción literaria de los últimos años, le cayeron todos los secretos de la Humanidad, desde los mensajes ocultos de Leonardo da Vinci a poner a prueba al bueno de Tom Hanks). 


Hablábamos antes de Corte y, ese universo poderoso y efímero no ha permanecido ajeno a las plumas más afiladas, especialmente en España. Duendes de palacio y servilletas deslizadas con disimulo por Quevedo, aunque no es cuestión aquí de aburrir con la mucha bibliografía que ha generado el tema (de todas formas, si algún interesado se deja caer por los trabajos del equipo de José Martínez Millán para la Edad Moderna, no saldrá defraudado). Especialmente, a medida que los estados avanzaban y se exigía una mayor preparación para controlar inmensos territorios, las dinastías regias confiaron en las Manos del R... perdón, quería decir el valido, la sombra en el poder. 



Estigmatizados por la tradición como secuestradores de la voluntad del monarca de turno a quien tenía engañado el Iznogud de turno (el pueblo, a veces, tiene una capacidad increíble de perdonar a quien está en la cúspide y cargar las tintas con algún Esquilache), investigadores agudos como John Elliott nos han brindado a personas preparadas, inteligentes y que tomaron medidas muy acordes con el tiempo que les tocó vivir, con errores y aciertos a partes iguales. Rescató, incluso, una frase del cardenal Richelieu, quien no solamente disfrutaba haciéndoselas pasar canutas a cuatro mosqueteros que no sabían contar, sino que acuñó una sentencia que hubiera firmado cualquier colega suya de profesión o cronista rosa de la actualidad de alto copete: "Soy un cero que a la derecha de alguien tiene algún valor, pero si no tiene algo antes que él, no es nada" .




Una fascinación que parece trasladarse y seguir hasta nuestros días. Baste pensar en la cantidad de monografías que surgen de príncipes, princesas, etc. Podemos imaginar que la abdicación del monarca multiplicará aún más ese interés. No obstante, hemos de analizar las muy particulares características que ha tenido el sistema en España, desde los manifiestos persas, pasando por un cambio decisivo de dinastías tras la llamada Guerra de la Sucesión, la proclamación de dos Repúblicas, sublevaciones carlistas, una guerra civil, una dictadura... y la situación en la que hoy nos encontramos.  



 No parece casualidad que hallamos asistido al ocaso de dos actores principales de aquello que se dio por llamar "La Transición": Adolfo Suárez (desgraciadamente, en este caso, no una abdicación, sino por su reciente fallecimiento y la enfermedad que le asolaba) y el propio rey. De cualquier modo, el tono laudatorio de los últimos días parece haber olvidado que el primer presidente del nuevo régimen español y el jefe de estado tuvieron una relación de vaivenes y más complicada que el idílico cuento de hagas, en ocasiones, parece querer hacernos creer. 


Años decisivos y que marcaron, en efecto, un tránsito. Un proceso del que siempre se ha elogiado (con justicia) que consiguiera hacerse con una aceptable paz social; si bien también se han censurado (con justicia) los muchos puntos negros que, esperemos, algún día tendrán su análisis y trabajos. Más allá de la gamberrada de Jordi Evolé (presentador de talento y artista ingenioso, aunque, si permiten la apreciación personal, su "Operación Palace" no dejó de ser un remedo algo pastiche de Orson Welles y con menos provocación de la que se aparentaba más allá del fuego artificial, menos a la altura que otros programas de este mismo presentador), ha habido ya algún nuevo acercamiento a una conjura de Catalina a la hispana, el tristemente célebre 23F, un episodio del que aún nos faltan escenas fundamentales. Como fuere, un punto de inflexión que consolidó el avance democrático, así como la institución monárquica, mucho más valorada que antaño, la cual hizo acuñar la famosa expresión: "España no es monárquica, es juancarlista". 




El paso de los años ha ido erosionando una imagen, como por otra parte ocurre a cualquiera que se va perpetuando en el poder (mítica frase de Lord Acton) marcándose un punto de inflexión generacional muy claro entre los coetáneos de aquellos acontecimientos y las nuevas generaciones que no tienen esa deuda emocional. Sería tan absurdo negar el papel de la institución en esos momentos decisivos como no permitir la crítica, el cuestionamiento de algunos axiomas y el derecho de ver si un sistema que ha funcionado, ha dejado de ser útil, quizás porque la propia sociedad ha cambiado.  




No son tan sorprendentes las elogiosas tiradas de prensa especiales de la tarde como los problemas que tienen revistas humorísticas como esa revista que sale los miércoles (curiosamente, uno de los pocos lugares donde parecía poder hablarse sin tapujos de los problemas de yernos, infantas y ciertos escándalos que nos hacen sospechar, como el inefable Luis Escobar en sus memorias, que, aunque fueran unos cabrones, Berlanga y Azcona sabían perfectamente por qué retrataban a los Leguineche como lo hicieron). Escribía Antonio Gala que España tenía ciertas tendencias al dramatismo, a tomarse muy en serio a sí misma... 




Sería saludable que dentro de unos años tuviéramos uno o varios libros que explicasen cómo el país tuvo un referéndum para decidir si se seguía o no con dicha institución. Es lo lógico y no le voy a descubrir ningún plumero a los agudos lectores que se dejan caer por este blog si, el que les suscribe, no va a apodar a Felipe VI el Deseado, teniendo en cuenta los precedentes, no obstante, si es por elección, la biografía de su posible jefatura de estado comenzaría de mucha mejor forma que alguna de esas testas coronadas que hemos citado. De igual forma, si le saliera un no al príncipe azul, habría tenido una derrota honorable y digna de agradecer; dejando por otra parte, a su oposición, una tarea nada fácil de hacer y fascinante, tratar de crear algo nuevo desde el orden... 







domingo, 1 de junio de 2014

CUESTIÓN DE CARÁCTER: EL BUSCA-VIDAS (1961)


La vida es una competición donde muchos se empeñan en no ver términos medios. Ganador o perdedor. Triunfador o fracasado. Éxito o fracaso. Incluso, se toma prestada la cita de una serie fantástica para recordar que, cuando se juega al juego de tronos, o se vence o se muere. No obstante, de vez en cuando algunas cosas nos recuerdan que hay muchos colores grisáceos en el monopolio del blanco y negro. Curiosamente, Robert Rossen decidió rodar en ese tono un film muy especial, The Hustler (1961), aunque el color ya se estaba imponiendo. Una apuesta arriesgada, aunque exitosa, se llevaron el Oscar a mejor fotografía.



El trabajo que hoy nos ocupa, más conocido en España como El busca-vidas, es una de esas películas que alcanzan la categoría de clásico. En verdad, tiene todos los ingredientes. Supuso un paso adelante en la carrera de Paul Newman, quien empezaba a estar cansado de su etiqueta clon de Marlon Brando o James Dean, justo a tiempo para coger un papel difícil que no le encasillase. Eddie Felson, apodado en la mesas billar de Estados Unidos como "relámpago", fue una bendición para una carrera que se tornaría legendaria.




Probablemente, nada sea más agradecido para un buen actor que un perdedor o, mejor dicho, alguien que pone en tela de juicio el feliz mito de la tierra de las oportunidades, esa obligación de ser felices que llevaba a Tony Soprano a afirmar que los norteamericanos eran unos niños mimados y a Arthur Miller a escribir ese réquiem de la feliz clase media que es Muerte de un viajante. El personaje de Newman encarna a un pícaro jugador de fortuna, experto en desplumar a incautos que se crean mejores que él, aunque algo en su carácter hace que su talento con un taco de billar sea una mera forma de malvivir y derrochar arrogancia.  


De cualquier modo, si alguna persona peregrina aún tiene la fortuna de nunca haberla visto y duda visionarla por no saber nada de una mesa de billar, debería ser conveniente recordarle que el film de Rossen, basado en la novela original de Walter Tevis (escritor de talento y biografía también repleta de luces y sombras), habla de mucho más que este deporte. De hecho, las bolas 8 al rincón son una excusa para sortear muchas trabas morales y censoras, convirtiendo a los tacos de billar en el atrezo idóneo para explorar cosas que pocas veces se habían insinuado con anterioridad en Hollywood. 



Entre otras, una historia de amor al desuso, la mantenida por Eddie con una escritora frustrada, encarnada por Piper Laurie. Pelirroja cuya fama había surgido en el mundo a través del género de sand and boops, al igual que Newman, era un actriz joven deseosa de encontrar algo que la pudiera alejar de los clichés. Los egoísmos, inseguridades, inestabilidades y miedos solitarios que ambos poseen, cimentados bajo una botella de whisky (no estamos tan alejados de Días de vino y rosas), alumbrados por una pareja con mucha química y que narran el desamor sin pasión, la pasión sin amor y las frustraciones de dos desconocidos compartiendo habitación y sábanas. 




Una historia de chico conoce a chica atípica, original y veraz, la cual ya justificaría la entrada, pero que además es apenas la antesala de una re-versión del mito de Fausto, conforme Eddie intenta descubrir lo que le falta para ser un triunfador en su arte, justo cuando se compara con "El Gordo" de Minnesota, un legendario jugador que, probablemente teniendo menos talento que él, es capaz de mantener la compostura en el peor antro de billares o en jugadas bajo presión. Para sorpresa de muchos, el escogido para encarnar a la Némesis del antihéroe, fue Jackie Gleason. 

Gleason, célebre estrella de la televisión norteamericana, apenas aparece 20 minutos durante el metraje, aunque su presencia inunda todo el drama. Su carisma, excelente presentación y la humanidad de la que le reviste su portador, quien además era un extraordinario jugador de billar en la vida real, hacen que aún hoy en día sea considerado por mucho uno de los mejores personajes secundarios del séptimo arte. Buscando derrocar al soberano, Eddie se decidirá a embarcarse en el negocio al máximo con el "entrenador" de su adversario, Bert. 




George S.Scott, extraño y heterodoxo intérprete, pero con un carisma innegable, ejemplifica al mentor que necesita Felson para superar su provincianismo en la gran ciudad y sus complejos para ganar, pero el precio se irá revelando terrible. El extraño triunvirato que el omnipresente representante empieza a inundar con su presencia, se embarca en un viaje donde la victoria tendrá precios terribles. Los sobre-entendidos y las pintadas en los espejos, las miradas y los gestos, sirven para superar lo que la moral de la época no permitía decir, aunque se intuye extraordinariamente... 




Bert encarna a la perfección a una persona que necesita tener a un campeón cara al exterior, pero un perdedor para convivir con él. Una disyuntiva que ha llevado a muchos a seguir pensado que El busca-vidas, antes que un film sobre los peligros de la competición o una trágica historia de amor es, ante todo, una película noire. 



Como fuere, sus extraños embrujos siguen hechizando a generaciones de espectadores...  Eso y un prodigioso elenco de secundarios escudando a un triunvirato dorado de protagonistas; permanezcan atentos a la pantalla, algún toro salvaje podría aparecer...