domingo, 14 de octubre de 2012

UNA BUENA ANÉCDOTA


En ocasiones, una buena anécdota puede valer para definir al personaje y su época. Este recurso del recuerdo a partir de un pequeño flashback donde un comentario o una actitud, muestra a la perfección la esencia de un protagonista, ya sea más o menos conocido, de los dominios de Clío. Andrew Roberts se pone el disfraz de moderno Plutarco para brindar un libro divulgativo sumamente ameno acerca de dos de las figuras más notables del siglo XIX, Napoleón Bonaparte y el Duque de Wellington.
 
 
 
 
 
Historiador británico de prestigio, Roberts parece haber encontrado acomodo en estas narraciones paralelas que se terminan entrecruzando, pudiendo citarse, entre otros trabajos del autor, una biografías doble de las relaciones mantenidas políticamente entre Winston Churchill y Adolf Hitler, sobre sus modelos de liderazgo. De idéntica forma, en sus amenas páginas, "Napoléon y Wellington", nos sumerge en la personalidad de dos estrategas que, pese a coincidir solamente en una batalla, Waterloo, encontramos en muchos momentos de sus azarosas vidas, instantes para reflexionar acerca del otro y sus aptitudes.
 
 
 
 
Cuando realizó su excelente trabajo sobre el cardenal Richelieu y el conde-duque de Olivares, John Elliott advertía que temía mucho provocar la sensación en sus lectores de que estaban asistiendo a un partido de tenis donde la bola pasaba de un lado a otro sin mucho sentido. Afortunadamente, en ambos casos, el orden temático y la agilidad de la prosa impide generar esa sensación de letargo, convirtiendo este tipo de estudio comparado en un muy agradable pasatiempo que puede ser abordado por un público especializado u otros que seamos más neófitos en la materia, pero nos atraiga igualmente.
 
Ciertamente, el gran atractivo de este tipo de comparaciones radica en la divergencia de los analizados. Nada hacía presagiar que Napoleón, el ciclón de Europa que tras la Revolución Francesa se irguió por su habilidad, inteligencia y ambición (en todos estos adjetivos se podría añadir la "coletilla" sin límites), acabaría jugándose su Imperio de Cien Días frente a un general cipayo a quien su propia madre llamaba bobalicón y que cualquiera con medio cerebro podía advertir que no tenía madera de soldado.
 
 
 
 
 
Con todo, como el propio Roberts admite, la caída de Bonaparte debe, en buena medida, achacarse al propio Empereur y su fatídica expedición a Rusia, que verdaderamente diezmó para siempre a su Grande Armée. En su plenitud, el marido de Josefina de Beauharnais proclamó que lo había conocido todo y solamente le restaba convertirse en un completo egoísta. Dicha profecía fue cumplida palmo por palmo y se tradujo en su final. Wellington, por su lado, tampoco merecería la calificación de persona amable.
 
 
 
 
 
Los dos militares podían ser terriblemente crueles cuando la ocasión lo requería o lo juzgaban divertido. Sus propios oficiales, algunos de ellos, amigos personales, sufrieron en sus carnes sus punzantes diatribas e incapacidad de admitir un error. La prensa de París se convirtió en un nido de mentiras, un panfleto que silenciaba el más mínimo revés de la Armada Imperial, mientras que tanto en España como en Waterloo, Wellington era capaz de alterar la verdad y silenciar heroicos comportamientos con tal de justificar su táctica y achacar la derrota a sus hombres. No ha sido hasta hace muy poco cuando la historiografía ha empezado a ponderar realmente el aporte prusiano y holandés en la derrota de Napoleón, ya que el Duque de Hierro logró mediante hábil propaganda vender un éxito colectivo como un éxito exclusivamente británico. 
 
 

Defectos mundanos que dan crédito a las agudas palabras de Conan Doyle para referirse al corso, leer una biografía de Napoleón es alterar momentos donde uno se ve conmovido por su grandeza con otros donde tiene la tentación de cerrar el tomo ante alguna barbaridad. Crisol de procesiones en su personalidad, auto-didacta absolutamente súper-dotado que con apenas pasada la veintena había leído mil veces más que muchos seres humanos en toda su vida, el vencedor de tantas batallas, aún sigue generando esa dualidad en la propia Francia, donde mientras algunos recuerdan la sangre que hizo verter, otros dicen que nunca se puede comercializar con la grandeza y que si dejó Francia más pequeña de la que encontró, a cambio le dio una fama que aún hoy se mantiene.
 
 
 
 
Las personas interesadas en aspectos bélicos, tácticos y logísticos, podrán disfrutar de varias secciones dedicadas a esos motivos y ver, como, hasta que cruzaron sus caminos, ni Wellington ni su Némesis tuvieron problemas en reconocer el talento del otro. Tras el choque, se dedicaron a envenenarse verbalmente. El rencor llegó con claridad desde Santa Elelna por el abatido titán, pero el victorioso Duque (que curiosamente ayudó a batir a un tirano para traer al Congreso de Viena, una vetusta institución que intentó por todos los medios detener los avances sociales que habían venido de la Galia), también siguió extrañamente interesado por conocer las opiniones de un hombre al que despreciaba y, en el fondo, le fascinaba. Incluso, a través de las antiguas amantes de "Buonaparte".
 
 
 
 
 
 
 
La dualidad presentada aún hoy sigue cautivando, como una deliciosa anécdota bien contada una tranquila tarde de domingo...

2 comentarios:

Chespiro dijo...

Una entrada con la que, además, he aprendido.
Controvertida, como dices, la figura de Napoleón entre sus compatriotas, agrupados en dos bandos que bien has señalado.
Un personaje histórico que, sin duda, no deja a nadie indiferente.

El Viejo dijo...

Nunca lo ha hecho y nunca lo hará. Muchas gracias por el comentario, amigo Chespiro. 1 abrazo