Jean Vives-Ferri y Didier Conrad posan con la criatura, tras un arduo proceso de gestación. Desde el mes de octubre, fans de todo el mundo se han solazado con el hecho de volver a disfrutar con la presencia de uno de los estandartes más célebres del cómic franco belga: Astérix y los Pictos había aterrizado. Por primera vez, una historia de la célebre aldea no contará con la participación del inefable Albert Uderzo, uno de los mejores dibujantes de siempre. Albert (a quien debemos buena parte del éxito de Obélix como co-protagonista en las aventuras del Odiseo de la tierra de Vercingetórix) ha supervisado cual padrino a sus protegidos, no obstante, queda claro que en esta ocasión ha habido un cambio generacional. Suena al fin de un ciclo (glorioso) y el comienzo de otro. Es lógica, pues, cualquier expectación sobre el mismo.
Las primeras viñetas ya habrán bastado para que más de uno saque a pasear la nostalgia. Ver el pueblo irreductible nevado, con el magnífico trabajo de Conrad (tornado en un excelso clon de Uderzo, tarea nada fácil), convencerá a los más puristas. Reconociendo ello, no deja de ser menos veraz que, como ocurre desde la desaparición de René Goscinny y sus argumentos siempre medidos al milímetro, que la trama presenta varias incoherencias.
Aunque constituye un gran acierto buscar un terreno inexplorado en la saga, el territorio de los pictos (que correspondería, aproximadamente, a la actual Escocia), representados por clanes con resonancias shakesperianas, da la sensación de que Ferri y Conrad se han movido más cómodo con personajes que no eran de cosecha propia. Me explico, manejan sumamente bien las personalidades de Astérix, Obélix y el resto de galos, sabiendo cómo reaccionan y que clase de diálogos hubieran puesto sus mentores. Detalle de humildad que honra a la pareja, aunque no se han soltado la melena con los protagonistas pictos, bastante desangelados en comparación con los dos aventureros. Asimismo, se echa en falta una mayor presencia romana en la aventura.
Detalles que no evitarán una sonrisa de satisfacción en los viejos amantes de este clásico del cómic europeo. Cuesta pensar que dos autores del calibre de Conrad y Ferri no se irán familiarizando con la esencia del universo menhir (que ya conocen a la perfección, y si no, para eso estarán Uderzo y sus consejos), a la par que añadiendo crecimientos e ideas de su propio daimon. El recuerdo imborrable de la etapa de Goscinny y Uderzo, verdadero hito por calidad y simpatía, al frente de los laureles del César, no se verá amenazado, sino que, con suerte, será continuado. Se echaba en falta la vuelta a las estanterías de una nueva historia de los irreductibles.
Lo cual se traduce en algún cameo divertido e inconcebible haría hace unas generaciones, como la presencia de un villano con un rostro muy parecido al de Vincent Casel, simpático guiño de los autores a la actualidad y que hay un futuro en la actualidad para la poción mágica.
Así, una vez más, abrimos las páginas para descubrir que toda la Galia está ocupada, ¿toda? Toda no...