Bocado literario de cardenal pero con regusto agridulce. Cuando al final de sus días, un extraordinario escritor, George Orwell, se disponía a dar lugar una de sus obras más célebres, estaba en esa fase donde una persona ha dejado de creer en los cuentos de hadas y que todos los finales deben de ser felices.
Orwell sabía de lo que era capaz el ser humano, la primera mitad del siglo XX de la que él fue testigo, le había demostrado una cultura globalizadora en constante expansión, con unas posibilidades informativas sin precedentes y cuyo poder de implantación social, solamente era comparable, en ocasiones, a su infamia y adulteración de la verdad.
Era una persona sensible e inteligente que había visto el totalitarismo en su verdadero rostro, el nazismo alemán, el fascismo italiano, el zar rojo en la URSS, la pasividad de las tibias democracias europeas ante las salvajes apetencias territoriales de los dictadores o el militarismo nipón, por no aburrir citando ejemplos. Orwell, por ende, se disponía a hacer de reverso tenebroso de Tomás Moro, si él escribió sobre una utopía, él lo haría sobre un terrorífico futuro donde este tipo de ideologías se hubieran impuesto ante una población abúlica, sometida y aterrorizada.
Mucho se ha discutido sobre el famoso título. Efectivamente, el escritor y periodista británico, no jugaba ser oráculo, de hecho, su discusión con los editores fue una batalla perdida donde él pregonó el título "The last man in Europe". Pese a ello, no pareció convencer a sus jefes, lo cual le llevó a hacer el juego de cambiar los dígitos del año en que se publicó 1984. Por ende, la fecha es simplemente simbólica y nuestra atención al hecho debe reducirse a lo anecdótico.
Entrando ya en materia, el autor de "Rebelión en la granja" presenta a su isla natal en unas situaciones poco halagüeñas. El mundo se haya dividido en grandes bloques, supuestamente enfrentados, pero poco se sabe de lo que pasa en los frentes, mientras en el caso del Viejo Continente, un único Partido dirige la situación, no solamente los resortes administrativos, bélicos y económicos, sino mentales y sociales. Varios Ministerios (por ejemplo, hay uno para el Amor, como si dicha emoción pudiera ser legislada) con funcionarios grises en cadenas de mando se van sucediendo, hasta llegar al supuesto Gran Hermano, el único culto permitido al común de los ciudadanos, un rostro que inspira la lealtad a sus súbditos.
Una persona, Winston Smith, a pesar de trabajar para ese gobierno, parece muy descontento con lo que está viendo. Al más puro estilo soviético (no olvidemos que Orwell estuvo en la Península Ibérica durante la Guerra Civil y pudo observar de primera mano como Stalin y su régimen aprovecharon la coyuntura para liquidar adversarios que eran sus propios compatriotas y hacerlo pasar por acciones de guerra), sabe que cuando cree recordar compañeros que han desaparecido de los libros de Historia, no es porque lo imagine, sino porque todo aquel que desafía al Partido está destinado a ser vaporizado, destrozado y borrado de toda forma de recuerdo.
Solamente hay dos cosas que le animan a compartir con otro ser humano sus pensamientos, el conocimiento de una Hermandad rebelde proscrita que lucha contra el sistema a escala mundial y, la presencia de Julia, otra joven activista que tras una máscara de convencionalidad también se burla del timorato mundo donde vive. El affaire con ella es apasionado y especialmente liberalizador en el plano físico, pero pronto, iremos viendo que la muchacha se queda en una insurrección superficial, aunque es enternecedor su afecto, no parece hacerse las cuestiones de Winston acerca de los mecanismos del mundo donde viven, con unas telepantallas con las que el talento de Orwell entiende a que época nos aproximamos, donde la intimidad es sustituida por la telecomunicacón más indiscreta posible.
La pareja rebelde empieza (principalmente a través del más motivado Winston) a tomar contacto con los rebeldes, a través de otro inteligente miembro del Ministerio (que son algo así como los Comités de Salud e Intervención Pública de la época del Terror de la Revolución Francesa), O´Brien, que ha parecido dar señales a su camarada de que bien pudiera alistarles a la causa. Gracias a O´Brien, Winston y Julia podrán leer un libro prohibido, el de Goldstein, donde se revelan muchas de las falacias del mundo donde viven, entre ellas, el propósito de la neolengua (que va pauperizando la expresión y los conceptos) y el sentimiendo infudado de que viven en un presente muy superior a un pasado pintado como espantoso en comparación con las bondades del Big Brother.
Sin embargo, los ojos de los vigilantes son muy cautos y, pronto la pareja de enamorados se verá sometida a la más dura de las pruebas...la habitación 101.
SPOLIER QUE NO DEBES LEER SI AÚN NO CONOCES EL DESENLACE:
Mucha gente considera que el trepidante ritmo final de la obra (cuyo arranque es lento, no por falta de pericia estilística, sino por los muchos conceptos que debe presentar Orwell al lector), es de las mejores partes de la misma, algo absolutamente cierto. De la misma forma. muchos matizan que deja un sabor muy amargo. Por si la traición y verdaderas intenciones de O´Brien no fueran suficientes, el desolador final de la relación romántica que se plantea aquí, casi parece sepultar cualquier estereotipo de Hollywood.
Nunca me ha resultado muy coherente la corriente que critica la actuación de Winston, ni siquiera la de Julia. El empleo de la tortura para obtener aquello que se quiere oír, evidentemente puede arrancarnos cualquier confesión que se desee, pero en este caso, especialmente en el personaje de Winston, hay una valiente resistencia que soporta dos planos, el meramente físico y los terribles interrogatorios de O´Brien ante el que se ha erigido "el último hombre" (que era el título que deseaba Orwell, como ya hemos dicho). Apuesto a que mucha de la gente que se burla de la caída de Winston, no resistiría ni la mitad (yo ni la décima parte, vamos).
El final aterrador (en el que se descubre que la Hermandad es un invento del propio gobierno para controlar a los rebeldes, donde el propio Winston acaba de rodillas ante el Big Brother manifestando su amor y Julia se une al resto de borregos en procesión abúlica...), no me parece una mala solución. No siempre tiene que acabar bien, aunque apuesto que de haber sido en otro momento de su trayectoria (es una obra ya en la última fase, la reflexión de una persona muy inteligente, pero en cierto sentido, derrotada), hubiera encontrado ciertos matices.
La terrible habitación 101 puede derrotar todos los planos, especialmente los físicos, del protagonista. Pueden hacerle decir que cuatro dedos son ocho, que uno son nueve y que sacrifiquen a sus propios hijos con tal de evitar que esas ratas le destrocen el rostro... El Partido puede borrarle de la telaraña de Clío y de sus allegados en dos segundos, pero en el momento que incluso O´Brien le reconoce que aún no ha traicionado su amor por Julia, Orwell priva a su criatura del último logro, de ser él también un digno derrotado. El final podría ser igual de triste e infame, si, ante la incapacidad de soportar su pánico a los roedores (quién puede culparle) y a seguir a sí, Winston encontrase las últimas fuerzas que le permitieran buscar, como un último Héctor... la oportunidad de inmolarse él mismo. Lo aterrador no es tener miedo del atroz castigo, sino que una vez liberado, se postre al Big Brother.
El epílogo sería igual de concluyente, o quizás con más matices... Winston habría perdido todo, desde Julia a su supuesta amistad con O´Brien, pero se hubiera pertenecido a él mismo hasta el final. En cambio, un muy decepcionado Orwell hace un flaco favor al personaje de O´Brien al mostrarlo tan terriblemente perfecto. Su pregonizada sapiencia debería hacerle consciente de que no puede cimentarse el régimen exclusivamente en liquidar y arrojar bestias al rostro de sus súbditos. La Rusia de los zares esperó siglos, pero al final, el mero miedo, aunque efectivo durante muchas coyunturas, termina engendrando olas de más violencia que le autoengullen. O´Brien termina convirtiéndose en un tópico, un villano perfecto y, los personajes perfectos suelen dejarnos indiferentes.
Pero así lo quisó contar Orwell y hay que respetar al genio. Antes de su gran obra, no existía ni uves de Vendetta ni reflexiones tan certeras... Por ello, sigue siendo una obra maestra de proyección universal.