Aunque ha sido un poco difícil de seguir por la poca atención mediática recibida, muchas de las avezadas personas que hagan caer su mirada sobre el blog este domingo, quizás sepan que se ha producido esta semana una abdicación histórica, la de don Juan Carlos de Borbón. Si bien parece imposible añadir algo más a la avalancha de opiniones que se han vertido en redes sociales, periódicos y medios informativos, la ocasión parece propicia para hacer un breve y modesto repaso de una de las instituciones clave para comprender el devenir en el tiempo de muchas sociedades a lo largo de las centurias y nuestra actualidad: la Monarquía a través de algunos libros y diferentes enfoques. Un concepto que no deja indiferente a nadie, generando adhesiones y urticarias a partes iguales, también en el mundo de las letras.
Fue un célebre historiador, Marc Bloch, quien brindó un estudio clásico, Los reyes taumaturgos, una excelente reflexión sobre la creencia generalizada en la Edad Media europea de que los soberanos, ungidos por la gracia divina, tenían la capacidad de curar determinadas enfermedades y males. Perfecto reflejo del carácter sobrenatural con el que la Corona se imbuyó, aunque la cosa venía de antiguo: la vinculación de la dinastía aqueménida con Ahura Mazda cimentó buena parte de la autoridad del Gran Rey en el vasto Imperio Persa.
Era la creencia, por supuesto, la realidad y los mentideros chismosos de Clío mostraron biografías del estamento mucho menos sacralizadas, pero mucho más interesantes y humanas en sus flaquezas. Suetonio, con su vida de Los doce Césares, analizó cómo los primeros linajes de emperadores eran personalidades arrastradas por sus pasiones, los cuales alternaban auténticos genios políticos y militares con monstruos y depravados; en ocasiones, incluso una mezcla de todo en una misma persona.
Siglos después, en la Roma de Oriente, es decir, Bizancio, otro cronista excepcional, Procopio de Cesarea, alternaba las loas imperiales de rigor con escritos secretos que él mismo temía publicar de la Corte bizantina. Fascinantes marcos que, a medida que iban evolucionando los tiempos, llevaban a preguntar quién podía confiar en los relatos hagiográficos de antaño, aquellos Agamenones y tronos unificadores de reinos. Maurice Druon atacó a la yugular muchos de los secretos de los descendientes de Felipe IV el Hermoso (no confundir con el tampoco feo consorte de Juana la Loca), maldecidos por el último Gran Maestre de la Orden Templaria (esa simpática institución que, a juzgar por la producción literaria de los últimos años, le cayeron todos los secretos de la Humanidad, desde los mensajes ocultos de Leonardo da Vinci a poner a prueba al bueno de Tom Hanks).
Hablábamos antes de Corte y, ese universo poderoso y efímero no ha permanecido ajeno a las plumas más afiladas, especialmente en España. Duendes de palacio y servilletas deslizadas con disimulo por Quevedo, aunque no es cuestión aquí de aburrir con la mucha bibliografía que ha generado el tema (de todas formas, si algún interesado se deja caer por los trabajos del equipo de José Martínez Millán para la Edad Moderna, no saldrá defraudado). Especialmente, a medida que los estados avanzaban y se exigía una mayor preparación para controlar inmensos territorios, las dinastías regias confiaron en las Manos del R... perdón, quería decir el valido, la sombra en el poder.
Estigmatizados por la tradición como secuestradores de la voluntad del monarca de turno a quien tenía engañado el Iznogud de turno (el pueblo, a veces, tiene una capacidad increíble de perdonar a quien está en la cúspide y cargar las tintas con algún Esquilache), investigadores agudos como John Elliott nos han brindado a personas preparadas, inteligentes y que tomaron medidas muy acordes con el tiempo que les tocó vivir, con errores y aciertos a partes iguales. Rescató, incluso, una frase del cardenal Richelieu, quien no solamente disfrutaba haciéndoselas pasar canutas a cuatro mosqueteros que no sabían contar, sino que acuñó una sentencia que hubiera firmado cualquier colega suya de profesión o cronista rosa de la actualidad de alto copete: "Soy un cero que a la derecha de alguien tiene algún valor, pero si no tiene algo antes que él, no es nada" .
Una fascinación que parece trasladarse y seguir hasta nuestros días. Baste pensar en la cantidad de monografías que surgen de príncipes, princesas, etc. Podemos imaginar que la abdicación del monarca multiplicará aún más ese interés. No obstante, hemos de analizar las muy particulares características que ha tenido el sistema en España, desde los manifiestos persas, pasando por un cambio decisivo de dinastías tras la llamada Guerra de la Sucesión, la proclamación de dos Repúblicas, sublevaciones carlistas, una guerra civil, una dictadura... y la situación en la que hoy nos encontramos.
No parece casualidad que hallamos asistido al ocaso de dos actores principales de aquello que se dio por llamar "La Transición": Adolfo Suárez (desgraciadamente, en este caso, no una abdicación, sino por su reciente fallecimiento y la enfermedad que le asolaba) y el propio rey. De cualquier modo, el tono laudatorio de los últimos días parece haber olvidado que el primer presidente del nuevo régimen español y el jefe de estado tuvieron una relación de vaivenes y más complicada que el idílico cuento de hagas, en ocasiones, parece querer hacernos creer.
Años decisivos y que marcaron, en efecto, un tránsito. Un proceso del que siempre se ha elogiado (con justicia) que consiguiera hacerse con una aceptable paz social; si bien también se han censurado (con justicia) los muchos puntos negros que, esperemos, algún día tendrán su análisis y trabajos. Más allá de la gamberrada de Jordi Evolé (presentador de talento y artista ingenioso, aunque, si permiten la apreciación personal, su "Operación Palace" no dejó de ser un remedo algo pastiche de Orson Welles y con menos provocación de la que se aparentaba más allá del fuego artificial, menos a la altura que otros programas de este mismo presentador), ha habido ya algún nuevo acercamiento a una conjura de Catalina a la hispana, el tristemente célebre 23F, un episodio del que aún nos faltan escenas fundamentales. Como fuere, un punto de inflexión que consolidó el avance democrático, así como la institución monárquica, mucho más valorada que antaño, la cual hizo acuñar la famosa expresión: "España no es monárquica, es juancarlista".
El paso de los años ha ido erosionando una imagen, como por otra parte ocurre a cualquiera que se va perpetuando en el poder (mítica frase de Lord Acton) marcándose un punto de inflexión generacional muy claro entre los coetáneos de aquellos acontecimientos y las nuevas generaciones que no tienen esa deuda emocional. Sería tan absurdo negar el papel de la institución en esos momentos decisivos como no permitir la crítica, el cuestionamiento de algunos axiomas y el derecho de ver si un sistema que ha funcionado, ha dejado de ser útil, quizás porque la propia sociedad ha cambiado.
No son tan sorprendentes las elogiosas tiradas de prensa especiales de la tarde como los problemas que tienen revistas humorísticas como esa revista que sale los miércoles (curiosamente, uno de los pocos lugares donde parecía poder hablarse sin tapujos de los problemas de yernos, infantas y ciertos escándalos que nos hacen sospechar, como el inefable Luis Escobar en sus memorias, que, aunque fueran unos cabrones, Berlanga y Azcona sabían perfectamente por qué retrataban a los Leguineche como lo hicieron). Escribía Antonio Gala que España tenía ciertas tendencias al dramatismo, a tomarse muy en serio a sí misma...
Sería saludable que dentro de unos años tuviéramos uno o varios libros que explicasen cómo el país tuvo un referéndum para decidir si se seguía o no con dicha institución. Es lo lógico y no le voy a descubrir ningún plumero a los agudos lectores que se dejan caer por este blog si, el que les suscribe, no va a apodar a Felipe VI el Deseado, teniendo en cuenta los precedentes, no obstante, si es por elección, la biografía de su posible jefatura de estado comenzaría de mucha mejor forma que alguna de esas testas coronadas que hemos citado. De igual forma, si le saliera un no al príncipe azul, habría tenido una derrota honorable y digna de agradecer; dejando por otra parte, a su oposición, una tarea nada fácil de hacer y fascinante, tratar de crear algo nuevo desde el orden...
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