domingo, 28 de junio de 2015

CON ESE PUNTO DE CARIÑO A LAS PEQUEÑAS GRANDES COSAS


Ediciones JC nos está mimando. Basta pensar en la escasa bibliografía de historia del baloncesto escrita en castellano en las pasadas décadas (aunque siempre ha estado por ahí la querida revista Gigantes) y ver la revolución que ha supuesto en estos años. La personas aficionadas a los aros pueden disponer hoy en día de monográficos de Lakers y Celtics, de anécdotas imperdibles de la NBA, así como biografías de mitos del basket como el doctor Corbalán o el mismísimo Kareem Abdul Jabbar. 



Entre esa emergente colección, debe ocupar un lugar privilegiado Historia de una rivalidad: Estudiantes-Real Madrid, obra de Guillermo Ortiz, incondicional del primero de los dos clubes, hasta  el punto de haber dedicado un trabajo previo al equipo de sus amores, bajo el significativo título de Ganar es de horteras. Sin embargo, el autor consigue la extraña alquimia de, sin dejar de mostrar por qué es de los muchachos del Ramiro de Maeztu, ser tremendamente justo y hasta cariñoso con el Madrid, demostrando que el sentimiento por unos colores no está reñido con el guiño cómplice al gran oponente. 



Una especie de vidas paralelas de dos instituciones, narradas con una sana relajación, sin darle más importancia de la cuenta a lo que no deja de ser un juego. Pongamos que hablo de Madrid, el reflejo de un sentir y de como el aficionado pasa de ser un adolescente de la Demencia (que no demente) a un estudiantil que se compadece y piensa que su querida grada maltrata más de la cuenta a Alberto Herreros o Antúnez, dos antiguos símbolos "crucificados" en sus regresos por haber fichado por el eterno adversario. 


Y es que lo del Real Madrid en fútbol con el Atlético y en basket con el Estudiantes tiene un extraño punto en común. El Real es un equipo de leyenda, con un palmarés impresionante y una nómina de grandes jugadores y entrenadores que quita el hipo. Pero, de alguna manera, suele terminar arrastrado a competir en piques con dos clubes de menos recursos económicos, pero con un extraño salero y simpatía que les otorga un carisma muy especial. 



Una danza de años donde ha habido de todo, también desgracias en la casa del rico, las cuales le ennoblecen y hacen que el propio Ortiz, no dude en calificar al actual Real Madrid de Pablo Laso como el mejor baloncesto que él ha visto nunca en directo. Lo cortés no quita lo valiente, ganar, a veces, puede ser de horteras. Otras, no es tan fácil estar en el bando triunfante. También une tener ídolos caídos comunes, como el inolvidable Fernando Martín, surgido en la cantera de unos, convertido en leyenda ya con la camiseta blanca. 



Y es que tampoco el vecino pobre se ha conformado con la etiqueta de simpático. Mochila en mano, los estudiantiles llegaron a Estambul a disputar la Final Four de la Copa de Europa con el descaro adorable de una generación de jóvenes prodigios que asombro a muchos. Hay algo místico en esa camiseta y el cariño que reciben de su barrio y en los pasillos de clase, una fe en el romanticismo que recuerda mucho a esa maravillosa película argentina llamada Luna de avellaneda


Bonitos valores como también los tiene un Real capaz de reinventarse desde su patriarcal sistema de los primeros años (con Pedro Ferrándiz como una especie de pontifex maximus y Saporta como el único capaz de utilizar el senatus consultum ultimum) a un cambio generacional que desembocaría en unos deportistas ilustrados. Primero, figuras como el doctor Corbalán, para dar paso a palomeros como Iturriaga o pívots de la talla de Romay, una forma de romper el estereotipo de deportista monosilábicos y descerebrados. Un Madrid que trajo a estrellas del rock and roll de la canasta como Drazen Petrovic o Arvydas Sabonis.



Pero lo más meritorio es el papel que tienen las derrotas, algo que muchas veces se quiere obviar, como si todo en la vida deportiva pudiera resumirse con simpleza en un marcador de teletexto. Hay piedad de la buena cuando se habla del ostracismo con el que Felipe Reyes fue castigado al comienzo de la etapa de Messina en el Madrid, también en las razones de que Carlos Suárez no explotase tras su fulgurante inicio en la cantera estudiantil, los vaivenes emocionales que vivió Alberto Herreros hasta que un triple certero en Vitoria le permitió poner un hermoso broche de oro a su carrera.  



Un libro escrito con ese punto de cariño a las pequeñas grandes cosas que hacen que un aficionado pueda ennoblecer a dos equipos, al que apoya y a su Némesis. 



FOTOGRAFÍAS EXTRAÍDAS DE LOS SIGUIENTES ENLACES: 









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