sábado, 14 de febrero de 2015

EL FESTÍN DEL CUERVO: LA ISLA MÍNIMA


Existen recelos ante el éxito. Cuando algo se vende muy bien, recibe excelentes críticas y, pecado nefando entre los pecados nefandos, encima lleva a gente a las salas de cine, uno se pone en guardia. "No es para tanto, sobrevalorada, fíjate en esa fotografía tan mala...". El aluvión de galardones en la pasada gala de los Goya a La Isla mínima me había llevado a ser propicio a tales tópicos. Más, asimismo, existiendo ese tufillo a paralelismo con la excelente True Detective. Pues bien, si alguna peregrina persona a tenido a bien dejarse caer por este blog en ese mismo estado, es decir, sin haberla visto, le animo a hacerlo cuanto antes, como un querido amigo tuvo a bien con un servidor. Una vez lo haga, le recomendaría, si le apetece, seguir leyendo esta crítica, pero antes no. Hay historias que merecen la pena llegar en desconocimiento. 




Desde el primer momento en que las marismas se yerguen en los créditos del film de Alberto Rodríguez, quien ya había demostrado buen pulso con Grupo 7, uno siente que ese pueblo, excelentemente bautizado sin nombre, va a ser el gran protagonista del relato. España, comienzos de la década de los 80 del pasado siglo. Una transición va gestándose, mucho más lentamente de lo que sería deseable. Entre otros sectores a actualizarse, hay una clara lucha generacional en los sistemas policiales, existiendo jóvenes con otros métodos y los señores de la vieja escuela. Y aquí podría haberse producido una fuerte fricción, si Javier Gutíérrez o Raúl Arévalo no hubieran clavado sus papeles, todo el ingenioso puzzle que proponen Rafael Cobos y el propio A. Rodríguez se desmoronaría con la facilidad de un azucarillo. 




Nadie ha inventado nada en este sentido. Poli duro, poli compasivo. Con el paso del tiempo, uno y otro intercambian sus roles. Por supuesto que True detective viene a la cabeza, pero es que la fantástica serie de la HBO tampoco descubrió la pólvora. Lo que diferencia a estas dos parejas de investigadores de lo que nos contaron antes es la calidad de sus interpretaciones. Woody Harrelson, y Matthew McConaughey brindaron todo su talento, que es mucho, a rei-nterpretar un género, referencias a Lovecraft y cía incluidas, en una de las joyas que ha dejado la caja tonta en los últimos tiempos. Por su lado, Arévalo y Gutiérrez enfrentan su saber hacer, que es inmenso, para proponer un duelo actoral de altura, sin caer en el panfleto o lugares comunes que abocarían a La Isla mínima a ser un thriller de andar por casa, sin mayor interés que una buena factura.   


Y es que Juan y Pedro, nombres de los dos agentes que se ven abocados a sumergirse en un caso de desaparición de dos adolescentes, van creciendo conforme el propio escenario del crimen va asfixiando, acompañando de los acordes de una banda sonora muy precisa. Como me comentaba una persona que de esto sabe, la localidad se va convirtiendo en una especie de Macondo, un lugar con sus propias reglas, donde los foráneos no tienen el mapa de las coordenadas que tanto sentido tienen para el resto.   




El ámbito como un todo donde te puede venir un disparo por detrás sin dejar rastro. Lugares remotos en los que una pequeña barca te puede permitir instaurar una talasocracia de contrabando, mientras que los tricornios también asoman. Igual que en la ya citada Grupo 7, el elenco que da vida a los habitantes andaluces está escogido con mimo, acentos perfectos, lenguajes corporales acordes con tiempo y época, nada de exageraciones y un aire realista que ayuda, y mucho, a tomarse el experimento en serio. 




Todo al servicio de dos actores en estado de gracia y que tienen al resto a su generoso servicio. Particularmente, Antonio de la Torre y Nerea Barros son un perfecto exponente de ello, haciendo de los angustiados padres de las niñas, siempre en su sitio, insinuando mucho en muy pocos minutos de metraje, siempre a la disposición del despliegue de dos agentes que van enganchando en sus personalidades, la cuales son mucho más complejas de lo que puede imaginarse en el primer desembarco. 



Y silencios. Muchos silencios, pausas, miradas y voyeurismo en lo que hacen los otros, las puertas para dentro, estamos ante una trama que deja mucho a lo que se quiera adivinar, a necesarios altos en los caminos. Incluso cuando se produce una persecución, ese momento tan temido, hay un realismo que impide desconectar de lo que de está viendo en pantalla. Esas peligrosas carreteras comarcales por la noche, frenazos, no conocer el camino... Todo fríamente calculado, que hubiera dicho un querido maestro mexicano. 



Por supuesto que recuerda a True detective. También tiene sus cosas de clásicos como El cebo. Y así en tantos otros casos. Pero, modestamente, no creo que se deba decir como aspecto negativo, sino como la más generosa de las críticas. Lo que hace La Isla mínima es comulgar en calidad con lo anteriormente citado, lo cual, por cierto, no es moco de pavo. Ha cogido todos los elementos que le interesaban, lo mejor de cada casa, y se lo han llevado a su terreno, a contar este festín del cuervo, haciendo que uno suspire por poder tener una cámara en ese viaje de coche de regreso, desde Cádiz a Madrid hay muchos kilómetros. 



Y es que ese final agridulce acompaña esos últimos acordes, alejándose de esa Ítaca, de ese Macondo, tras esos apretones de manos y, sensación angustiosa, la impresión de que las cosas no van a cambiar mucho. 

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