Fue una carrera en los caprichosos y esquivos campos de las musas que reunió los dos factores que hacen la ecuación perfecta para crear una leyenda: escasa producción y una calidad desbordante en el desarrollo de la misma. Jaime Gil de Biedma es uno de los poetas claves de la literatura en castellano de la década de los 50 del pasado siglo; sin embargo, esta breve reseña no estaría completa dando únicamente breves pinceladas bibliográficas sobre su carrera en las letras. En Biedma se alternan tres pes, a cual más fascinante en su caso: poeta, personaje y persona.
Del primero hay poco que añadir. Su influencia sigue siendo bien palpable en muchos campos. Joaquín Sabina no duda en afirmar que hace mucho tiempo que no lo relee, pero que eso se debe a que tiene perfectamente memorizadas sus noches tristes de octubre; las canciones del genial letrista de Úbeda deben bastante más de lo que parece a la fugaz felicidad que transmite la lírica de Biedma, siempre ante un tiempo que corre como un relojero depredador. Tampoco escatima en elogios sobre su dulce lectura de poemas, un cantante como Miguel Bosé, en plena lucha de dimes y diretes con Esperanza Aguirre, sobrina del autor de Moralidades.
No obstante, es en el imaginario popular donde sus rosas de papel más han penetrado cara a las generaciones de lectores. El propio poeta se sorprendía cuando, conociendo a quien sería una futura amiga, la chica le confesó que se había metido en la bañera para suicidarse, reconsiderando el dolor de su depresión tras leerle. En terrenos mucho más agradables, generaciones de parejas han querido vivir la ilusión de que aquellos furtivos, caprichosos y divertidos ecos de amores pasados, eran referidos a ellos y ellas, convertidos en príncipes de Aquitania y a damas muy jóvenes y separadas.
Del personaje podrían dedicarse 8 entradas, sin temor a caer en la repetición. Desde los chaperos de la Ciudad Condal a los placeres ocultos de Manila, la doble vida de Jaime (de día, el representante de su adinerada familia en la Compañía de Tabacos de Filipinas, por la noche, el cónsul de Sodoma), su vida sentimental fue todo la activa y turbulenta para hacer apasionante su biografía. No es que estudiosos como Miguel Dalmau hayan querido meter bazas para atraer público, es que una buena semblanza de Biedma quedaría incompleta sin su otro yo, ese míster Hyde dionisíaco que pareció sacar lo mejor y peor de sí mismo.
Una eterna sensación de ser dos en uno. Ya fuera al principio con la homosexualidad que le atormentó en un principio, sobre todo cara al círculo familia de sus mayores, hasta su incapacidad de mantener relaciones estables. Entre sus más cercanos siempre se dijo que fue alguien que nunca se fue a la cama tranquilo. La búsqueda constante de nuevos retos y esos parpadeos de felicidad, ya fueran orgasmos o la promesa de nuevas conquistas en rincones oscuros de New York o San Francisco, alejados de la moral imperante de la época en España, lo convertían en un crisol de personalidades; ora tierno y cariñoso, ora despectivo y caprichoso. "Considero que sería bueno dejar de vernos", fue una fórmula muy empleada para cortar puentes.
Conocida fue su relación con Josep Madern, el sevillano Enrique Medrano y muchos, pero muchos, affaires más o menos prolongados. Su personalidad le hizo una paradoja en la búsqueda de un ideal romántico que sabía imposible, pero también una aceptación de que, en ocasiones, la compañía exigía un pago, viéndose reflejado en aquellos mercenarios de besos que no había de devolver. También hubo mujeres en ese camino, si bien su prolongada relación con Bel tenía un componente de modelo y retratista; al final, pese a lo que pudiera alcanzar en aquellos caminos, incluso cuando era muy amado, terminaba volviendo a dejarse cae en aquel desenfreno dionisíaco, casi violento, buscando el riesgo de la conquista breve y con capacidad de herir y ser herido. ¿Ayudó aquel abismo a inspirar su producción o, por el contrario, es la explicación de aquel bloqueo voluntario, su negativa a continuar escribiendo?
La persona, tercera y última de estas realidades, parece haber sido la más esquiva de todas las manifestaciones de un burgués que renegaba de su clase, mientras disfrutaba de sus privilegios y estilo sofisticado; una Mesalina en sus apetitos con el idealismo de Catulo en su capacidad de convertir a las Clodias y Clodios de la vida en criaturas mucho más fascinantes y puras de lo que nunca fueron en la realidad.
Compañero de un viaje muy largo por lo sublime y lo terrenal, dispuesto a pisotear con su pasión y juventud los tronos enjoyados de los placeres, como hubiera escrito otro malogrado talento, el verdadero Jaime permanece oculto para su legión de admiradores, excepto aquellos íntimos que aún hoy sobreviven y recuerdan su complejo crisol de afectos y fobias, virtudes y defectos, siempre incapaz de dejar indiferente.
En una ocasión, el poeta afirmó que uno de sus escritores favoritos, Kavafis, tenía un don único para fotografiar la vejez de la juventud. Releyendo sus versos (hacen falta pocas re-lecturas, puesto que son líneas destinadas a perdurar en la memoria), uno puede afirmar que Jaime había aprendido muy bien la lección del maestro. Dice la leyenda que esa inspirada metáfora le sirvió para volver, una vez más, acompañado a la cama. Y luego dicen que para qué sirven las letras...
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