Se trata de un encuentro que empieza a ser un privilegio del que no somos exactamente conscientes. Dentro de mucho tiempo, nos daremos cuenta de lo afortunados que hemos sido de poder ir a ver los estrenos de Woody Allen como algo cotidiano, una cosa que se da por sentada. Nuevamente, 2014 se va despidiendo y podemos acudir a ver Magia a la luz de la luna, la nueva obra de uno de los creadores más personales que trabajan en el celuloide. Pero, quizá, del director de Annie Hall vaya un poco más allá de la línea de prudencia que separa a hechicero y público, se trata de una pequeña filosofía de vida, una atmósfera que sea crea en casi todas sus cintas, las geniales, las malas, regulares y buenas.
Siendo honestos, está comedia romántica de una más que correcta hora y media es una pequeña pieza dentro de muchas grandes sinfonías, un ingenioso entremés entre obras de teatro de mayor enjundia. Lo mejor es que su creador lo sabe y da al metraje esa calma, un recorrido por la Francia de los años 20, del jazz y los grandes espectáculos de ilusionismo. Las proezas de una joven médium en el sur del país galo han atraído tanto la atención de las familias bien del lugar como los recelos de dos magos profesionales, quienes saben que tras el telón hay poco de milagro y mucho de hábiles engaños. O eso sucede normalmente, pues la chica parece tener dones mentales que no han sido vistos con anterioridad.
Colin Firth y su siempre elegante presencia aparecen para disfrazarse de Wei Ling Soo, exótico nombre chino que enmascara a un artista inglés muy inteligente, una de las mejores elecciones para hacer desaparecer una jirafa, y también desenmascarar a embaucadores. Allen usa a su intérprete como vehículo para aproximarse a otra de sus grandes obsesiones, la magia, los trucos de cartas, ese fastuoso mundo donde, una vez se explica el truco, se corre el riesgo de que la realidad aplasta una hermosa mentira. Eso le ocurre a Stanley (nombre real del personaje de Firth), cómodo en su zona de dominio y dispuesto a revelar la verdad sobre la chica prodigio, una forma de volver a demostrar que su raciocinio holmesiano se sale con la suya.
Y es que las ideas del film son una concatenación de temas y melodías que no serán desconocidas para la legión de fans de Allen, aquel jovenzuelo monologuista que era de los pocos en hacer reír al viejo Groucho, ya convertido en un talludito cineasta y conocedor de todas las artimañas posibles para seguir siendo interesante hablando de lo de siempre, que es precisamente lo que nos gusta: el sabor agridulce que tiene el amor y la vida, la necesidad del agnóstico de creer, mientras que sería muy necesario que el creyente se hiciera más interrogantes.
La química en pantalla de Emma Stone (quien se pone en los zapatos y sombreros de época de la joven vidente) y Firth es uno de los platos fuertes de la velada, algo muy curioso. A pesar de la diferencia de edad y estilos, whatever works, como diría el maestro. Como en los diarios de Bridget Jones, Firth tiene esa flema británica de falso payaso serio con más encanto del que se intuye, mientras que Stone usa a la perfección el arma de su mirada y aspecto despistado para generar una pareja que sobrelleva los usualmente ingeniosos diálogos de estas producciones.
Magic in the moonlight toca algunos de los palos que ya eran visibles en la infravalorada Scoop, y es que a Woody nada parece complacerle más que estos juegos de meter a una chica en una caja y parecer que se la sierra, que un mago aparezca en un asiento y surja de la nada en la otra esquina. Pero, ¿queremos que nos digan cómo se hace? Poleas, tramoyas y trampillas darían toda la satisfacción a nuestra lógica, pero el alma del público complacido querría permanecer en beatífica ignorancia.
Cosas que pueden parecer muy trascendentales, pero el mayor encanto de estas creaciones es su incapacidad tomarse demasiado en serio a sí mismas. El cine de Allen puede recibir muchos elogios y alguna crítica, pero no cabe duda de que se trata de una forma de aproximarse a nuestros fantasmas (alguno hay en esta obra, no necesariamente dando golpecitos en la mesa) con muy poco rencor, una sonrisa tragicómica que invita a pensar que es como todo lo demás.
Sí, hay algo en estas citas anuales, ya sea en una sala de multicine un frío invierno o la comedia sexual de una noche de verano bajo la luz de la Luna. Javier Krahe le decía a Joaquín Sabina en su época de la Mandrágora que, cuando uno salía de una película de Woody Allen, tenía la sensación de lo que habían tratado como una persona inteligente, presuponiendo que podía ir pillando las referencias presentadas y juntar las piezas por uno mismo. Algo de eso ahí, pero, sobre todo, sigue siendo muy divertido, o, como demostró en Match Point, más duro que nadie se lo propone con un inicio, nudo y desenlace.
Buenos amigos, gratas compañías y otras sensaciones que he sentido asistiendo a los espectáculos del gran mago. Incluso, de un año a otro, sentir que el visionado de una de estas medianoches con una chica iba a ser el principio de algo muy especial. Posteriormente, a pesar de ser dedicatoria con amor, el siguiente encuentro marcó que conoceros fue un honor y seguir juntos un pecado. Y, sin haberle conocido nunca y que sepa de la existencia de otro de los muchos que van a este peregrinaje con Boris Grushenko, la filmografía de este señor, incluyendo piezas aparentemente menores como la que hoy nos ocupa, tiene un toque de ternura cuando uno también lo presencia con cierta punzada de soledad.
Y ya hace mucho tiempo que decidí que no quería enterarme de los trucos de Woody Allen y su equipo en el escenario. Me sobra con disfrutarlo. Hasta el año que viene, allí estaremos, fieles a la cita.
No hay comentarios:
Publicar un comentario