"Té, azúcar, café, jabón, embutidos y otros artículos". La modesta tienda, establecida en la portuaria Taganrov, hacía referencia a la variedad de objetos domésticos que vendían a sus clientes (incluyendo escobas, clavos, trigo ucraniano, etc.). Un negocio familiar doméstico, uno donde iba a nacer un muchacho a a la altura del 1 de enero de 1860. Nadie en el clan podía imaginar que el pequeño Antón iba a ser un nombre que la crítica literaria pondría en el mismo párrafo que vacas sagradas de la cultura rusa como León Tólstói o Fedor Dostoyevski.
No obstante, en una de las coyunturas más favorables para el genio creativo de la tierra cubierta por las nieves, Antón Chéjov era un rara avis, la excepción que confirmaba la regla, el instrumento por libre en una gran orquesta sincronizada. Lejos de las grandes epopeyas con citas en varios idiomas de la época (Guerra y Paz) o el análisis minucioso y detallado de la psicología interna de los personajes (Crimen y castigo), Antón supuso un giro de tuerca en una época donde una de las sociedades más atávicas de Europa había empezado a desperezarse y hacerse preguntas.
Cuando todo el mundo añadía nuevas tácticas para el ajedrez, él descubrió en sus páginas el encanto simple del juego de las damas. Frente a sesudos volúmenes, el anónimo médico que ayudaba en épocas de hambrunas, sin publicitar mucho su persona, resucitó el encanto del cuento para explicar las cosas de forma sencilla. Afirmaba José Luis Garci que en la berlanguiana Plácido había más piedad que en todo el Concilio Vaticano II; de igual forma, este literato encontró una mirada total para sus creaciones (a las que presentaba en sus miserias y egoísmos sin ornamentos), pero comprendiéndolas en todo momento y mostrando una empatía, sin duda, fruto de una biografía turbulenta.
"En mi infancia, yo no tuve infancia". Un resumen tan bueno como cualquier otro para la formación de alguien que no estaba destinado a la carrera artística. Nieto de un inteligente, pero colaboracionista administrador de la finca de los grandes señores, hijo de un padre que combinaba de igual forma talento y brutalidad, Chéjov y sus hermanos siempre afirmaron que heredaron cosas de su línea paterna en música y letras, pero que el alma la aprendieron de su madre. Sin duda, mucho de ello había en los relatos de uno de sus hijos, quien hacía pequeñas, fascinantes, terribles y sobrecogedoras disecciones de la época que le tocó vivir (El beso, El estudiante, etc.).
A pesar de su maestría en el relato corto, donde aún a día de hoy sigue siendo considerado uno de los mejores exponentes de ese género, Chéjov hizo incursiones en la novela larga (por ejemplo, la policíaca Una extraña confesión) y, por supuesto, en el teatro. Sus dramas fueron extraños, difíciles de representar, con una acción que casi brillaba por su ausencia y una gran foco en lo cotidiano. De entre sus piezas, pocas exponen mejor la esencia de su autor que El tío Vania.
Apenas unas conversaciones en el jardín de una envejecida y sobre-valorada eminencia universitaria, una noche tormentosa y una familia sumida en una imperceptible, pero inexorable depresión colectiva. Entre sus muchas representaciones, me atrevería a recomendarle al amable y peregrino lector, la versión que hizo TVE hace muchos años, con un gran reparto donde sobresalía José Bódalo como Vania. Junto con James Gandolfini, nunca he visto a ningún actor con una capacidad tan innata para ser tierno y terrible a la vez, vulnerable e imponente, patético y conmovedor. Mucho hay de ello en el bueno de Vania, quizás una de las mejores creaciones del dramaturgo, lo cual es decir mucho.
El teatro de Moscú hizo debutar la obra en 1899. Chéjov tardó varios años en escribirla, alternándola con otros trabajos. Historia de gente anónima, como buena parte de la producción de este escritor, quien también gustó de seguir ese credo en su vida. Basta leer su ingeniosa respuesta al buen señor Dmitri Vasílievich, quien le había reprochado por carta malgastar su talento con su profesión de médico provinciano y no haber tratado los grandes temas de la humanidad con su pluma. La hábil contra-réplica, que no tiene desperdicio, basta para comprender por qué Chéjov gustaba de centrarse en hombres como el tío de Sonia, antaño esforzado administrador de la finca de su cuñado, viudo de su querida hermana y ahora casada con una atractiva joven llamada Elena; ahora, un hombre carcomido por la desidia, la envidia y la desazón, incapaz de poca más que abusar del vodka con uno de sus pocos amigos, el doctor Astrov, un galeno de la localidad que no parece excesivamente inquieto por su profesión.
De igual forma que en sus relatos cortos, los actos teatrales del ruso son poner en medio de una acción ya realizada. Lo fascinante del marco no es lo presentado, sino lo que se intuye. ¿Quién era Vania antes de decidir consagrarse a ese sistema? Cuando tuvo ilusiones y creyó que era posible, su familia, sobrina, hermana, esa chica a la que no hizo caso porque estaba más absorto ante las sesudas y banales aportaciones de su admirado hermano político, etc. Con suma habilidad, un conglomerado de un linaje depresivo y desagradable, pero, individualmente, cada persona es digno del extraño respeto y piedad que inspira el derrotado a quien se lo han quitado todo.
La abulia se convierte en la fina cadena que se cierne sobre todo y todos, recordándonos en no pocos momentos a ese marco de angustia y síndrome de Estocolmo que tenían los personajes de la desgarradora Los Santos Inocentes. Una obra donde no pasa nada, una obra absolutamente imprescindible.
"Tomen ustedes a un millón de personas, obliguen a cada uno de ellos a nacer en la familia de Chéjov, en 1860, en la ciudad de Tanganrov, hagan que cada uno de ellos terminé su educación en un centro de enseñanza media [...]No me atrevo a opinar al respecto, y además no hay nada más peligroso en estos temas que el modo subjuntivo. Pero lo que sí sé es que ninguno de los defensores de Sevastópol, salvo Tolstói, escribió Guerra y Paz, y nadie más hubiera podido escribir las obras de Chéjov, salvo el propio Antón Chéjov"- Gaito Gazdánov, Sobre Chéjov: A sesenta años de su muerte.
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