Hay quien dice que un náufrago engullido por el mar, es más grande que el cruel capricho del océano; la explicación radica en que, el primero es perfectamente consciente de que se está muriendo, mientras, las aguas son incapaces de entender que le están matando. Dentro del imaginario teatral, pocos personajes han sido más grandes y cuativadores que Willy Loman, un viajante de 63 años, a quien Arthur Miller colocó en el ojo del huracán para narrar sus últimas 24 horas, en la isla desierta que se ha convertido su vida, bajo la tormenta de la gran crisis que vino tras el crack del 29.
Death of a Salesman, estrenada por primera vez en 1949, supone una de las piezas clave de un dramaturgo que, junto con su colega e influencia, Clifford Odets, se encargó de revolucionar su medio, con tintes sociales. Pero, que no se alarme ningún lector por esta aseveración. Como los más grandes escritores, Miller debe ser comprendido al margen de su ideología (la cual, por otra parte, le traería no pocos miramientos durante la paranoica caza de brujas rojas que él mismo se encargó de denunciar a través de sus míticas Las Brujas de Salem, ya mencionadas previamente en el blog) y, sus denuncias de la voracidad del american way of life tienen como único objeto central, el de las personas. Y, en ese sentido, rara vez un personaje de los escenarios ha sido más carnal que el bueno de Willy Loman.
O malo, según se mire. Aún a día de hoy sigue siendo uno de los papeles predilectos y soñados por cualquier actor maduro que ambicione exigirse, Dustin Hoffman, por ejemplo, sería uno de los más recordados, pues, casi cada generación, necesita su propia visión del viajante. Padre de una familia de clase media que ha vivido por encima de sus posibilidades (ayudada a esa farsa por el resto del país y una publicidad agotadora y eficiente), Willy es un personaje ni mejor ni peor que el resto, humano, tierno, fanfarrón, soñador, irresponsable, cariñoso, débil, agotado, despreciable, adorable....pero, en todo momento y lugar, una mirada con ese tono de piedad que solamente algunos literatos consiguen. Aquel microscopio que, sin duda, le dieron a Chéjov para explorar la Rusia post-revolucionaria en sus gentes más modestas, pasa ahora a las manos de un norteamericano, descendiente de polacos que vivió como su propia madre, pasaba de ser una engalanada señora de Manhattan, a una ama de casa modesta, la mayor parte del día en batín, recluida en el heterogéneo y menos lujoso barrio de Brooklyn.
La infelicidad del hogar de los Loman es visible en la rivalidad latente, soterrada, pero innegable, que hay entre sus hijos, Biff y Happy (el nombre del segundo, no podía ser más irónico). A pesar de la inagotable verborrea de Willy acerca de sus viajes y sus hipotéticos sueños de futuro, una serie de sutiles, pero esclarecedores flashbacks, nos hacen comprender los muchos secretos que cualquier hogar, independientemente de lo lujoso o modesto que sea, siempre esconderá en cuanto se arañe la superficie.
Cuando, tras años pateándose el país en su coche, en cansados viajes, el comerciante es despedido por su jefe, el señor Howard, Loman solamente podrá encontrar algo de consuelo en su vecino Charley, cuyo hijo, curiosamente, había vivido una involuntaria rivalidad con Biff durante sus años de instituto, siendo el segundo, una promesa deportiva y el otro, un estudiante aplicado. Muy al estilo de Ned Flanders, Miller tiene el inmenso acierto de no presentar a la familia de ese vecino como la antagonista, todo lo contrario, en un mundo de emociones a flor de piel, donde, ejemplificando el primer título de su debut como joven estudiante teatral, no se pueden encontrar malvados (No villain).
Hablábamos de los Flanders y es que, en esa joya llamada Los Simpson, rara vez se da puntada sin hilo. Si recuerdan, durante el episodio donde la familia amarilla viaja a China para adoptar un pequeño bebé para una de las hermanas de Margen, Homer entra en un teatro, donde, se hace una versión de Muerte de un viajante. A pesar de los ragos orientales, el empleado del señor Burns, grita alborozado: "¡Al fin he comprendido la obra!". En ese caso, Homer, habría aprendido un poco a sí mismo, pues hay mucho de Willy Loman en lo que, sus avispados guionistas, se basan para sus diálogos. Un patriarca imperfecto a más no poder, pero terriblemente humano y con una gran fuerza empática.Para redondear el chiste, el propio Miller viajó a La Gran Muralla, concretamente a Beijing, para estrenar la obra en el fascinante país.
A pesar de la cotidianeidad que enmarca toda la puesta escena, o precisamente por ella, cada acto está revestido de una fuerza increíble, con unos personajes que solamente pueden considerarse como lo más opuesto nunca visto a un retablo. Evolucionan, caen, sufren, sueñan... como acontece con otro de los más grandes en el género, Tennesse Williams, se exige la atención del lector/espectador, ya que, cualquier detalle minúsculo, como unas medias de saldo, pueden ser un testimonio que esconda muchísimo más de lo que se ve en apariencia.
Una balada inolvidable, el perfecto exponente de un momento muy concreto de un país tan contradictorio como los Estados Unidos, pero, como obra maestra que es, perfectamente extrapolable a lo que puede estar pasando hoy en cualquier bloque de pisos de una familia de clase media, obligada a pagar por su ficticio pecado de haberse dejado seducir por el espejismo de bonanaza con el que sus acreedores les ilusionaron en el pasado.
Y, si bien son versos tristes, la canción de Willy Loman, sigue teniendo esa extraña porción de auténtica búsqueda de la felicidad, que únicamente está reservada a los soñadores...
2 comentarios:
Obra inolvidable, cumbre del teatro de Miller, con un personaje principal que, como bien dices, es un caramelo para cualquier actor.
Siempre es gratificante rememorar este clásico moderno.
Sin duda amigo Chespiro, una obra fundamental. Gracias por comentar.
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