No podemos quejarnos ni escandalizarnos. Ser generación de Big Brothers, Operaciones Triunfos, búsquedas de voces, archipiélagos de famosos por ser famosos y el reggaeton debía tener este peaje. ¿Quieres mal gusto? Toma dos tazas. Me gusta pensar en la creación de Dave Jesser y Matt Silverstein, La Casa de los Dibujos (2004-2007) como una venganza y justicia poética.
La revolución la hicieron Los Simpson, rompedores, sutiles, inteligentes, el producto adecuado y en el momento oportuno. Un show revolucionario, cuyo único defecto ha sido prolongarse hasta la eternidad, convirtiéndose en una marca registrada y que ha entrado en una dinámica de calidad de dientes de sierra, alejándose de la excelencia de su primera década en antena. Pero ya habían dejado el camino allanado, los dibujos dejaron de ser cosa exclusiva de niños, porque nunca tuvieron el monopolio total, tampoco en los cuentos, un buen cartoon me ahorra 100 gendarmes, podría haber dicho Napoleón.
Después vendrían sucesoras como Padre de Familia o American Dad, las cuales terminaron desarrollando personalidad propia. La primera era más rompedora y transgresora (el precio de la popularidad de la familia amarilla les ha hecho más light en determinados aspectos) que todo lo anteriormente visto, también más grotesca en su sentido del humor, sin censura y con una incorrección política que podía llegar a terrenos tan sensibles como la religión, la política o las enfermedades. La segunda, menos dura, podría pensarse, quizás sea el eclecticismo de lo anterior y lo moderno, una perfecta consecuencia del legado de R.Reagan y el neoliberalismo, una serie muy recomendable y, muchas veces, infravalorada como mero sucedáneo de sus hermanas mayores en la pequeña pantalla.
Y entonces llegamos a lo que hoy nos ocupa. Si los creadores de la genial e irreverente South Park se consideran los payasos de la clase que terminan bailando sobre las tumbas metafóricas de los matones del colegio, The Drawn together es la guerra relámpago y sin prisioneros de ese sentido del humor, el cual parte de una premisa extraordinaria: Una productora de TV por cable tiene la idea de meter juntos a los más emblemáticos personajes animados (claras parodias de Superman, Bob Sponja, Porky, Ariel, Pikachu, Link, etc.) para un reality show de audiencia millonaria.
Los integrantes del domicilio son unos emocionalmente inestables inquilinos, egocéntricos, descerebrados y con soluciones de bombero para toda clase de problemas, (curiosamente, un perfil que los haría idóneos para ser tertulianos de algunos de los programas con más share), supervivientes milagrosos de las mil represalias que deberían sufrir por sus barrabasadas.
A pesar de su amigable estética, es un show que no es nada apto para un público joven, pues es una galería de esperpentos hiperbólicos y con momentos que traspasan fronteras que, ni siquiera, Family Guy o South Park harían. Que hay ingenio detrás de las cámaras y los bártulos para hacer a estos deslenguados amiguitos, resulta absolutamente innegable. Más allá de lo soez hay dardos divertidos y sabrosos para propios y extraños, un espejo de madrastra que es una invitación para que comprendamos que, como debíamos antes, si somos adictos a la telebasura, tomemos dos tazas, pero no nos hagamos los dignos.
Y es que llega ya un momento en que bienvenidos sean todas las bofetadas que quieran dar a tantos temas tabúes, a reírse de propios y extraños, atacando a las salvajadas que ocurren a lo largo de todo el globo, a nuestros propios complejos y a bastardizar muchos de los emblemas que parecía tótems intocables, cuando se practica el juego de tronistas, o vives o mueres, que diría George R.Martin si lo fichasen en Sálvame. En ese punto, los 20 minutos de metraje de cada capítulo de esta casa pagana brillan con luz propia, pero tampoco es oro todo lo que reluce en esta bendita revolución de los payasos de la clase.
Hablábamos antes de que una de las cosas que equipos de creadores como el avispado equipo de Seth Macfarlane o los citados Silverstein, Jesser y Moore han roto muchas barreras a la hora de cachondearse sin complejos de los aspectos más atávicos de la moral imperante y los radicalismos religiosos de cualquier índole. En muchas ocasiones, hay gracejo y valentía en el hecho, sobre todo, como cuando, al más puro estilo Berlanga y Azcona, se tira con misil a la institución o al conglomerado, mientras que se apunta con balas de fogueo al sujeto individual. De cualquier modo, ese vale todo lleva a hacer muescas bromistas sobre aspectos como enfermedades terminales, discapacidades o virus.
Reconozco que es ahí donde no me llevan al huerto. En esos instantes, me recuerdan a ese gracioso de la clase que, sin duda es muy ingenioso, pero no sabe estarse callado ni en un funeral. Más que arrancar la carcajada, meter la pulla o tirar de ironía, me suenan a la constitución de, como diría Dennis Rodman, tan malo como quiero ser. Es romper el cristal con el bate de beisbol para constatar lo macarra y nihilista que es uno, aunque habrá "vainillas" que lo llamen bestiajo sin seso. Él puede pensar que es un artista incomprendido por un mundo incapaz de entenderle, si bien, no es menos cierto que el resto tenemos la licencia para decir que es un gilipollas que no sabe dónde parar y que podría darle a ese bate otros usos más productivos con su propia fisonomía.
Por eso, lamento mucho que La Casa de los Dibujos ya no exista, pues era entretenido pasarme la mitad del rato riéndome a mandíbula batiente y, la otra, argumentando por qué no me gustaba. Querría emplear el 50% de mi tiempo para evitar esas barreras censoras, aunque, bien mirado, necesitaré la otra mitad para cabrearme con ellos y, en determinados momentos, perdón por el atrevimiento, decidir cuando apagar el botón de la caja tonta, en plan, "Seguid emitiendo, pero yo me bajo en Atocha y hoy no sigo en este tren".
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