Escribir bien es muy difícil. Simplemente, redactar con corrección, ceñirse y aplicar de forma adecuada las normas que exige la hoja en blanco es una tarea muy considerable. Imaginen tener que pasar la siguiente frontera. Es decir, lograr crear, diseñar nuevos mundos y generar nuevas reglas en el esquivo campo de la literatura. Son muy escasas las personas elegidas para lograr pasar esa prueba de fuego. Menos aún, para hacerlo con nota. Gabriel García Márquez es uno de ellos.
La reciente desaparición del fundador de Macondo es un jarro de agua fría para todos los amantes del boom de América Latina, uno de esos fenómenos que ocurren sin que sepamos muy por qué. Una generación privilegiada de artistas que tuvo en el autor colombiano a uno de sus primeras espadas. En una cosecha espléndida, Gabo fue un gran reserva, un caso aparte y el creador de un género que se consideraba imposible. Antes existía el realismo y la fantasía. Las novelas d.G.M. (después de Gabriel García Márquez) tendrían "el realismo mágico".
Un giro de tuerca que halló su máximo exponente en Cien años de soledad, una obra que pertenece a ese club privado de "libros de libros" (como El Quijote, El perfume o La Ilíada, entre otros, esas creaciones que siguen teniendo tantas perspectivas como lectores las abordan). Siempre intentada de emular (incluso por su propio autor), nunca superada, las desventuras de los Aurelianos Buendías, quienes, hoy y siempre, permanecen irreductibles ante el invasor paso del tiempo.
"Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo". Pocas veces un primer párrafo ha atraído tanto la atención de público y crítica. En esta ocasión, el anzuelo fueron promesas y expectativas que se confirmaron en cientos de páginas imaginativas, terrenales, con casas de espíritus y plantaciones bananeras, manuscritos prohibidos y deicidios. "Gabito, solamente nos faltaría que la novela no sea buena", le dijo su esposa y compañera infatigable cuando se endeudaron para mandar un manuscrito que iba a dar mucho que hablar.
No fue el único. El amor en tiempos del cólera (que se lo digan a Ted Mosby), El coronel no tiene quien le escriba o Crónica de una muerte anunciada son algunas de las piezas que siempre irán asociadas al muchacho costeño criado con sus abuelos y fruto de una relación amorosa digna de una novela del siglo XIX. Precisamente su abuelo, fallecido cuando él era muy pequeño, le contaba historias de las guerras de un país extraño y maravilloso, de un continente tan irreal como humano. El escritor le dedicó uno de los elogios más bonitos que se pueden brindar a un familiar cuando se nos va: "Desde entonces no me ha pasado nada interesante". Muchos amantes de las letras tememos que vamos a tardar en que alguien vuelva a interesarnos tanto como el maestro de ceremonias de los funerales de la Mamá Grande.
Aunque su fama es mundial, España puede presumir de tener una conexión muy fuerte con uno de los grandes genios que dejó el siglo XX en las letras. Barcelona vivió lo que Plinio Apuleyo Mendoza (quien dedicó una preciosa biografía a la amistad que mantuvo con nuestro homenajeado) definió como el mejor metal forjado en la más eficaz de las forjas. La Ciudad Condal tuvo el privilegio de vivir la amistad del virrey de la narrativa peruana, Mario Vargas Llosa y el colombiano. Genios que se agudizaban mutuamente, su trágica ruptura encierra muchos misterios que ninguno de ellos quiso nunca revelar. Para el recuerdo quedarán sus diálogos endemoniados (la inteligencia atrae, el daimon que además es rápida y graciosa, seduce de una forma inimaginable) y esa novela a medias que jamás veremos.
"He dejado de escribir". Una afirmación que nos hizo temer lo peor hace unos años. Maradona deberá seguir dando toques a una pelota en villa Fiorito, los Rolling Stones desaparecer en las brumas demoníacas de un escenarios... ¿Gabo sin escribir? Imposible. Impensable. El hacedor de una de las más emocionantes crónicas heroicas y sin panegíricos (Relato de un naufrago, un trabajo periodístico maravilloso y que narra una historia maravillosa) no podía dejarnos huérfanos de la agradable novedad que era ver al genio que siguió a la poeta chilena Gabriela Mistral en el panteón latino de los premios Nobel de literatura sacar algo nuevo.
París también lo echará de menos. Años locos y de bebés colombianos que tenían cunas improvisadas en cajas diseñadas para albergar manzanas. Hoteles que no entendían de crisis y permitían a sus huéspedes retrasos en el abono de los emolumentos. Matrimonios con esfinges y cocodrilos sagrados, cafés y pensiones conviviendo con casas de mala nota (el sueño de todo escritor)... Una vida entre un millón. Allí donde Gabo se encontró con Hemingway, una calle parisina de emigrantes: "Maeeeeeestro...", le gritó. El norteamericano, al girarse en una calle atestada y ver a aquel simpático admirador de bigotes notorios, le dedicó una gentil sonrisa: "Adiós, amigo". Poco tiempo después, el segundo se suicidaría en México.
La misma tierra que le ha visto despedirse a él con 87 años. No ha sido una vida corta, ni mucho menos. Mejor aún, ha sido larga y repleta de aventuras, como hubiera querido Cavafis. La reciente muerte de Adolfo Suárez, salpicada de problemas de salud, me llevaba a pensar que los homenajes deben hacer en vida. Gabito tuvo todos los que merecía y eso es decir mucho. Más allá de la ideología y cualquier otra cosa que pudiera distanciar, el denominador común del talento siempre prevalecía. Dio el mejor ejemplo con su relación con Apuleyo Mendoza y sus antagónicas posiciones respecto a Cuba, posicionamientos que jamás hicieron peligrar su sincera amistad.
Sus lectores/as no podemos estar tristes. Era un genio y un mago. Y, todos lo sabemos, cuando desaparecen del escenario, es simplemente un truco... en realidad, no se han ido. Lo dijo Álvaro Vargas Llosa: "¿El mejor homenaje que podemos hacer a García Márquez? Sin duda, releerlo".
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