Fue un instante, un brillo inesperado durante una oscura noche, la leyenda que se contaba bajo las hogueras cada vez con más adornos y mentiras en el cielo estrellado babilonio...Un individuo tan grande que futuros generales y monarcas se ampararon bajo su sombra para aspirar aunque fuera, a las migajas de su gloria, tan efímera como homéricamente resplandeciente.
Mary Renault no necesitará presentación para muchos lectores/as, experta conocedora de la Grecia clásica y espléndida novelista, no tiene nada de extraño que se animase a hacer un ensayo sobre la figura de Alejandro Magno, eje principal de tres de sus mejores escritos: "El fuego del Paraíso", "El Muchacho Persa" y "Juegos funerarios".
Editada en cómodas ediciones de bolsillo, lo cierto es que más de uno pensará, no sin razón, qué necesidad hay de hacer otra reflexión sobre una vida que ha sido biografiada una y mil veces, en millones de páginas que se suceden y que incluye varias adaptaciones cinematográficas. Como fuere, creo que los amantes del tema no harán una mala inversión apostando por esta revisión de la autora, narradora amena y llena de perspicacia en sus hipótesis.
El tópico ha acosado al hijo de Filipo II de Macedonia y Olimpia de Epiro. Es uno de los pocos personajes clásicos que suele ser identificado con suma facilidad por cualquier público no especializado pero con buena cultura general. Muy distinto sería el retrato que tengan esas personas de quien fuera hegemón de los griegos y conquistador de Asia, hasta su dramática muerte en el 323 a.C, en ocasiones representado como un aventurero muy afortunado cuyo imperio fue un gigante de pies de barro evaporado poco después de su muerte.
¿Quién puede culpar a nadie cuando los propios personajes que compartieron espacio con él no se pusieron de acuerdo? Como la propia Renault admite en una hipérbole no tan exagerada como pudiera parecer, el mundo tal vez debería considerar que fue un milagro que no hubiera salido como un precedente de Nerón tras ser el fruto de la unión de dos personalidades tan fuertes como Filipo y Olimpia. Su madre era una mujer con rasgos que las fuentes clásicas elogiaban activamente en los hombres, es decir, fuerte carácter, imparable ambición y crueldad si el momento lo requería, pero que en una reina consorte (una más de las que tuvo el polígamo Filipo) la tachaban de poco menos de una bruja drogada en ceremonias dionisíacas que no sabía encajar con humildad los constantes cuernos y humillaciones de su marido.
Filipo, por el contrario, para los patrones de su tiempo, era todo lo que se podía pedir de un rey. De hecho, como la propia autora admite, de no haber sido Alejandro su hijo, hubiera pasado a la historia bélica y política como el estadista más brillante de su tiempo, una figura comparable a lo que el mismísimo Julio César es para Roma. Particularmente, yo veo más a Filipo como un precedente mejorado y con todos los recursos a su alcance del príncipe elogiado por Maquiavelo. Aunque era brutal en ocasiones por sus excesos, tenía una visión muy superior a la del pueblo al que mandó, muy sometido a sus vecinos e ignorado por las ciudades-estado griegas que los veían como poco menos que bárbaros con pieles de oso. En apenas unos años, el nuevo soberano puso su tierra en el mapa, ganó las guerras tan con la espada como con hábiles alianzas matrimoniales y mostró un gran aprecio por la superior cultura helena, a la que se adaptó y finalmente gobernó.
Renault saca una conclusión muy interesante y nunca lo suficientemente ponderada sobre esa tormentosa relación. Filipo era demasiado inteligente para no comprender que tras aquel muchacho sensible y de cabellos rubios con voz cantora, estaba su gran esperanza como su sucesor, por encima de su sobrino al que supuestamente regentaba el trono y su otra prole. Paralelamente, conforme el muchacho crecía y aprendía de un progenitor al que quizás nunca llegó a amar como lo hacen los hijos con los padres, pero del que bebió de todas sus enseñanzas militares y de gobierno, Olimpia trató de apartarlo con violencia y chantajes emocionales propios de un matrimonio divorciado en todo salvo de hecho. ¿Quién puede culpar a Alejandro de refugiarse en la amistad?
Fue una decisión que debió tomar con toda firmeza en la temprana niñez y que probablemente le acompañó hasta el final de sus días. Rara vez una persona ha depositado tanta confianza y dependencia de sus amigos, con los que probablemente le unió un vínculo mucho más sano (por lo menos al principio) que el mantenido con sus padres. Hefestión (principalmente él, quizás el hombre más subestimado en cuanto a talento se refiere dentro de su círculo, sería absurdo que Alejandro hubiera mantenido como amante, compañero y confidente a alguien vacuo o cuyo único talento era un hermoso rostro), Pérdicas, Cratero, Tolomeo... Con ellos rió, combatió, asesinó, sufrió, fue herido y compartió todo, tanto los botines como los castigos y los rigores de la campaña.
A la muerte de Filipo en una conjura que nunca quedó desvelada del todo y que incluso le salpicó a él (aunque no es probable su participación en dicho acto, apuntando más los restos a una conjura ateniense auspiciada por Demóstenes o los propios persas), Alejandro tuvo que convivir con el espectro de su tuerto y agresivo padre, así como a una red de enemigos que amenazaron que sepultar su nombre para la Historia. Ambos hombres eran muy distintos, Filipo era capaz de tener ingenioso sentido del humor, confraternizar y rebajarse como el común de los mortales, Alejandro era más frío salvo con su círculo más íntimo, su sentido del humor no parece haber sido propicio para las bromas y cuidó su imagen hasta el extremo.
El relato de Renault toma entonces el rumbo de campañas donde Alejandro mostró haber sido un discípulo aventajadísimo de su padre y de Parmenio (el más veterano general macedonio). Capaz de aceptar buenos consejeros como el veterano Antípatro y también de imponer su opinión cuando creía que estaba en lo correcto, baste decir que en su primera campaña como comandante logró el sueño de cualquier estratega y que es uno de los escasísimos ejemplos en los dominios de Ares que cualquier pacifista hubiera firmado: una maniobra sorprendente y una marcha rápida que provoca la rendición del enemigo sin sufrir ninguna baja ni inflingirla.
Tomando el rumbo de su padre, que logró colocar a su nación a la cabeza de los griegos unidos cara a Asia, Alejandro no solamente retomó el sueño sino que lo adulteró para un propósito aún más amplio, una mezcla de generosidad y megalomanía. Aristóteles no solamente le educó para ser un hombre racional y perfecto conocedor de lo que le rodeaba, sino que el afamado discípulo de Platón le reprodujo el fuerte odio de los helenos a los persas, tachados como poco menos que escoria. Cuál fue la sorpresa de sus educadores cuando conforme avanzaba su conquista, no solamente se rodeaba de ellos sino que los equiparaba a sus otros súbditos, para escándalo de muchos de sus militares de viejo cuño.
Es una pena que en el relato de sus encuentros en el campo de batalla, sea uno de los pocos frentes donde no explora los detalles Renault. Muy curiosa hubiera sido su opinión sobre el asedio de Halicarnaso, impresionante fortaleza bajo la estrategia de Memnón de Rodas, jefe de los mercenarios griegos que luchaban por el Gran Rey Darío y que fue el mejor rival a nivel táctico que conoció el macedonio. Memnón había sido junto con su hermano un soldado de fortuna trota-mundos que había terminado emparentado con la aristocracia persa, entre los muchos lugares que estuvo se encontraba Pella, donde tuvo la fortuna de conocer a Filipo e hizo una muy atinada radiografía del potencial de su ejército, enseñanzas que lo convirtieron en un brillante borrador de Kutuzov en cuanto a la tierra quemada y cuyo mayor elogio probablemente sean las pocas páginas que le dedicó el lisonjero sobrino de Aristóteles, cronista palmero del Magno y con quien solamente se enemistó tras verle adoptar la defenestrada cultura persa. En cuanto al rodio, fallecido por enfermedad mientras trataba de llevar a cabo otra de sus impresionantes operaciones (quiso llevar la guerra a la tierra de Antípatro obligando a Alejandro a tener ojos en la nuca), siendo sus herederos distinguidos por el monarca, quien siempre los trató con respeto y hasta casó a una de sus nietas con uno de sus mejores almirantes.
Apenas pasando de los treinta años y dueño del imperio más grande que se conocía en la Oikumené, la tierra enmudeció ante su presencia. Se sabía mucho de su forma de comportarse en una crisis, de sus estrategias más célebres, de como cabalgaba a Bucéfalo, de su valor rayando en lo temeraria, de los desastres que habían provocado sus guerras y su extraña piedad cuando aquello había transcurrido. El problema en aquel momento que lo tuvo todo fue que quiso seguir adelante.
Las campañas que allí se sucedieron eran una mezcla de sueño y megalomanía, el mejor ejército del mundo conocido en aquellos días no comprendía porque su soberano ahora vestía ropajes persas y se proclamaba vengador del Gran Rey al que había derrotado. Desiertos asfixiantes y la incursión en la India (probablemente uno de los episodios mejor narrados por Renault, con fascinantes descripciones y cotejo de fuentes) le llevaron a tener su primer divorcio con sus tropas. A diferencia de Aníbal Barca u otros grandes caudillos, el macedonio se vio en la humillante tesitura de sufrir varios motines de unos soldados que le censuraban por mandarlos a los confines de la tierra y que lo amaban porque verdaderamente a diferencia de muchos otros privilegiados, él nunca había pedido a nadie bajo sus órdenes algo de lo que él no fuera capaz. Tanto era así, que empezó a tener gravísimos problemas respiratorios, cicatrices por todo el cuerpo y al igual que su padre (un espectro con el que le unía amor-odio) un incremento de su afición por el vino, probablemente la causa que le llevó a la pelea de taberna que mantuvo con Clito El Negro, oficial de la época de Filipo que le había salvado la vida en el Gránico y al que terminó matando en una disputa donde el nombre de su padre, los delirios de su madre y el desprecio a los persas fueron solamente la punta del iceberg de una celebración que se fue de las manos y donde viejos odios salieron a la luz.
Fueron muchos episodios, algunos tan notables como el de la conjura de los pajes, donde Filotas y el mismísimo general Parmenio aparecieron salpicados. Con precisión de cirujana, Renault recolecta datos de esos oscuros momentos, destacando la frialdad de un Alejandro que iba tomando su papel de Gran Rey antes que hegemón, con la frialdad del joven Octavio o la de Michael Corleone, tomando un distanciamiento de las cosas que contrastaba con la pasionalidad de las antiguas discusiones con sus padres.
Las fuentes helenas no quisieron complicarse con aquella criatura que Gisbert Haefs definió como "el señor de las diez mil almas", era más fácil afirmar que su antiguo caudillo se había vuelto un loco déspota seducido por orientales indeseables, así como sus nefastos vicios y relaciones sexuales... Es curioso que en ese aspecto su desinterés fuera casi total, había desesperado a sus padres por su lentitud en buscar matrimonio (la decisión fue finalmente sorprendente con la enigmática Roxana) y las únicas relaciones estables y positivas que se le conocen reconocidas como algo más que un efímero affaire, son Hefestión y Bagoas. A juzgar que ambos le permanecieron leales hasta la muerte y que no le traicionaron donde muchos otros lo hicieron, su elección fue acertada, así como es curioso que ni él ni autores posteriores se mostrasen muy interesados por el que sería el futuro Alejandro IV, su heredero y asesinado por Casandro, el ambicioso hijo de Antípatro y que trató de borrar el nombre su antiguo soberano en vano, delatándose él mismo al tener sudores cuando veía una estatua del ya por entonces difunto rey.
Para muchos, empezó a valer más muerto que vivo. Es curioso como rescata Renault el dato de que Sisigambis, madre del Gran Rey Darío que siempre le estuvo agradecida por cómo trató a su familia cuando la destronó, se dejase morir en apenas cinco días después al saber de la muerte de aquel muchacho que la había llamado madre y la trataba con suma deferencia. Olimpia sobrevivió siete años a su hijo y participó activamente en el reparto de su herencia. Viejos amigos como Pérdicas que habían compartido peligros y estocadas, empezaron a preocuparse más de portar su anillo que de su curación... Hefestión había ya muerto partiendo el corazón de su Aquiles, mientras que Cratero tuvo una de sus últimas demostraciones de lealtad al encerrarse en el templo de Serapis rezando por la curación.
Mientras algunos fieles como Tolomeo empezaban a poner sus miras en Egipto, fue la soldadesca (tanto la macedonia como la griega, la persa, los feroces agrianos...) quienes comprendieron que no despedían a un dios como harían los lisonjeros, sino a un hombre, excepcional, brillante, contradictorio, terrible, sensible y frío... Desfilaron ante él como hiciera Alejandro en tantas ocasiones para despedir a sus heridos, embebido por la piedad que trasmite esa joya universal llamada Ilíada...
Lo que trae Mary Renault no es la interesante biografía de un monarca elevado a la altura de dios. Es algo mucho más fascinante, rescata los sueños y temores de un hombre al abordar su futuro...