Convendremos en que siempre es una pugna desigual. Para una persona durante su infancia, elegir entre asistir a un estreno en Technicolor es un placer divino comparado con escuchar boleros y pasodobles en una boda de compañeros de trabajos de su padres, con momentos eternos y frases hechas. Esa situación es el punto de partida en el que José Luis Garci narra su vivencia con una película muy especial, Robin de los bosques (1938).
Con el sello editorial llamado Reino de Cordelia, ya se ha publicado un pequeño (y magnífico) librito de Luis Alberto de Cuenca sobre la Scarface original, una película noire de las que hacen época. En esta ocasión, un buen amigo del literato es quien se encarga de hacer lo propio con un film que cautivó a toda una generación a través de la sonrisa de Errol Flynn. Ante todo, hemos de entender que estamos frente a una obra profundamente nostálgica.
Olor a verano. Es una de las metáforas que utiliza el autor al recordar esta pieza de celuloide que era justo lo que se podía esperar de una cinta de aventuras. Si Marvel Studios logra fichar Dream Teams para sus épicos crossovers, la Warner Bros de aquellos días acompañó a su estrella con nombres tan excepcionales como Olivia de Hallivand, Claude Rains, Basil Rathbone, etc. Y detrás de las cámaras gente como Michael Curtiz, zorro viejo de olfato fino para hacer magníficas taquillas.
En pleno madrileño Parque del Retiro, el rincón del Florida Park se convirtió en el bosque de Sherwood para una generación escolar que salía ansiosa de vacaciones para imaginar que acertaban tiros imposibles con arco. También, cosa rara en aquel tiempo, brindaba un personaje femenino maravilloso y que tomaba parte activa en la lucha contra Juan Sin Tierra. Y una de las grandes culpables de eso era la propia Havilland, una intérprete que haría lo propio en esa obra maestra llamada Lo que el viento se llevó (1939), donde dio una veracidad a Melanie Hamilton sin precedentes incluso en la novela, demostrando que que las buenas personas podían también atractivas y encantadoras.
Con esa prosa aparentemente simple y repleta de cultura pop, elogiada por voces como el mismo Francisco Umbral, Garci se mueve cómodo en el anecdotario personal para aplicarlo a una crítica poco académica, si bien repleta de ternura, sobre un film especial. Hay pasajes evocadores como su fascinación cuando la escena del duelo de espadas entre Flynn y Rathbone, una coreografía maravillosa y con una solución artística extraordinaria: utilizar el juego de sombras que proporcionaba el escenario del castillo.
Igual que ocurría en el trabajo de Luis Alberto de Cuenca, resulta una verdadera lástima que no se hagan paralelismos con las adaptaciones que vinieron después sobre el mito. Robin de Locksley ha dado para mucho en la gran pantalla y alargar estas páginas no sería pesado, puesto que nos hallamos ante una lectura casi tan ágil como el propio Flynn.
Hablando del tipo de la eterna sonrisa, se rescata una cita muy curiosa de la estrella: él prefería la primera mitad de su vida. Probablemente, la cúspide la alcanzó con el mítico arquero, con esa pelea de palos frente a Little John (Alan Hale) y las eternas piruetas sin perder el rictus. Las morbosas memorias de Scotty Bowers recordaban la agridulce vida del protagonista de tantas epopeyas, alguien que fue una estampa para el imaginario popular de lo que debía ser un paladín.
Un recorrido que, resulta evidente entre párrafo y párrafo, pinta el pasado bastante mejor de lo que debió ser, aunque no se puede subestimar la benevolencia con la que los ojos de un niño miran la entrada al pase doble de una sesión en antiguos cines donde los acomodadores conducían a la familia para durante un par de horas todas las preocupaciones de la oficina o el colegio quedasen aparcadas sin solución de continuidad.
Robín de los bosques, con tilde, es un tiro certero y seguro al blanco para salvaguardar una tarde que se antoje aburrida.
BIBLIOGRAFÍA:
- GARCI, J. L., Robín de los bosques, Reino de Cordelia, Madrid, 2019.
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