Fue la época del jazz. La gente bien y de posición cruzaba el océano Atlántico para veranear en la Riviera francesa. Vestían con gusto, sus modales eran refinados y combinaban con encanto esa felicidad inconsciente que parece provenir de la vacuidad. Algunos, además, eran artistas. Entre ese grupo, pocos sobresalieron más dentro del improvisado club intelectual norteamericano de París que Francis Scott Fitzgerald y Ernest Hemingway. El segundo llegó a afirmar del primero que su talento fluía tan natural como la marca de polvo en las alas de una mariposa.
Efectivamente, así era. Al final, dejó cuatro novelas prodigiosas que hoy siguen siendo básicas para comprender buena parte de los llamados "felices años veinte" en sus grandezas y miserias. También otra narración larga inconclusa e infinidad de relatos cortos. Con todo, quizás el acontecimiento clave de su periplo vital fue ir con su uniforme de alférez a un club de campo en Alabama. Fue una noche de julio de 1918 cuando conoció a Zelda Sayre. Por aquel entonces, ella ya era una pequeña celebridad en la localidad, una inquieta y atractiva personalidad que acababa de cumplir los dieciocho años. De la relación entre ambos surgiría una pasión y expectativas que únicamente podían culminar en desesperados reproches mutuos.
Esa ruta emocional poco apta para la salud mental que ambos siguieron quedó reflejada en la correspondencia que mantuvieron y que se recopiló recientemente. Ella era una artista, alguien condenada a brillar incluso sin esfuerzo en cualquier evento social de la pujante New York. Él, un escritor de inmenso futuro que agotaba las tiradas de su primera novela sin parpadear. El mundo era de la pareja y únicamente les esperaba paciente para ser devorado. Esa ilusión incandescente queda reflejada en muchas de las páginas de una de las novelas más personales de Fitzgerald: Suave es la noche.
Cuando la estaba redactando, ya hacía tiempo que había dejado de ser aquel niño prodigio de las letras. Los apuros económicos le apretaban y fue el último de sus trabajos que pudo culminar. Su camino se encontraba separado del de Zelda, la cual atravesaba su propio via crucis con graves problemas de ezquizofrenia. Ella seguía pintando, si bien abandonó las letras por el malestar que le causaron las tibias acogidas de su novela, a pesar del rico y ornamentado estilo del que la imbuyó. Suave es la noche encarna a Zelda como Nicole, mientras que el propio Scott da sus características al otro gran protagonista del asunto, Dick Diver, un joven psicoanalista.
Igual que sucede en El Gran Gatsby, el autor recurre a la fascinación de un tercer personaje para presentar al matrimonio formado por Dick y Nicole (la cual había sido previamente paciente del primero): Rosemary, una joven actriz norteamericana en pleno ascenso al estrellato y que va a fascinarse por el magnetismo y encanto de sus refinados anfitriones. Ese sentimiento del arribista que cae rendido ante aquello a lo que aspira rara vez ha sido mejor reflejado que en la prosa de Fitzgerald.
Con muchos años de gestación a sus espaldas, Suave es la noche no resulta una lectura fácil o ligera. Hay una línea temporal que se altera al caprichoso antojo, unos vaivenes emocionales e intimidades en la conciencia de los personajes que los lleva a sus rincones más sublimes y oscuros. Nuevamente, vuelve el tema central de la existencia compartida de Zelda y Scott: por un momento, tocaron con la yema de los dedos eso que se define como felicidad. Tras acariciarla, el único paso factible era iniciar la autodestrucción.
Igual que sucede con Tennesse Williams, Fitzgerald es un autor con el don de insinuar mucho en muy pocas líneas. Temas fuertes, tensos, dramáticos y sensuales que se deslizan de una manera fluida, nunca aparatosa o forzada. Y alcohol. Litros de él a lo largo de sus páginas. Una adicción ante la que nuestra pareja pagó un peaje terrible. Aquí es omnipresente, un dulce placer que se va tornando en otra pieza más desencajada del idílico paraíso que durante algunas noches de verano han sabido crearse los Diver, envidiados por todos, pero incapaces de dejar de envidiarse a sí mismos.
Suave es la noche nos recuerda asimismo que siempre tenemos un rincón reservado para nuestras pesadillas. Por las heridas infligidas y recibidas, todo deja su marca. Un paso particularmente severo en el caso de Nicole, un reflejo de la realidad que nos empeñamos en ocultar pero es palpable incluso en la sociedades más "civilizadas": el abuso, los maltratos de diversa índole, la creación de la falsa sensación de culpa, la necesidad de manipular, el juego de dominar o ser dominado.
Cuando cerramos sus páginas, cabe preguntarse cómo pudo pasar. Qué podía salir mal aquella espléndida noche donde un alférez conoció a una sofisticada y encantadora dama en Alabama... El mundo era para ellos y solamente era cuestión de tiempo.
BIBLIOGRAFÍA:
-FITZGERALD, S., Suave es la noche, Debolsillo, Barcelona, 2015.
-BRYER, J., Querido Scott, querida Zelda, Lumen, Editorial Lumen, Barcelona, 2013.
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