domingo, 9 de junio de 2013

EL PATRARCA


"Cuando te ven a ti, ven lo que quieren ser... Cuando me ven a mí, ven lo que realmente son". La línea de este monólogo corresponde a la película Nixon, donde Sir Anthony Hopkins encarna a uno de los presidentes norteamericanos más controvertidos de la Historia, cuyo mandato tuvo en el escándalo del Watergate, la punta del iceberg de uno de los períodos más controvertidos del país de las barras y estrellas. 




Hopkins, caracterizado con los mofletes del famoso mandatario, se dirige a un retrato de JFK, uno de los dirigentes más populares de su tiempo y figura clave en uno de los climas más virulentos de La Guerra Fría. Considerado el artífice de Camelot y unos años dorados de los que la sociedad americana, un sueño del que el país  se vio súbitamente despertado por los disparos de Dallas, aunque los años han ido mostrando sombras en la biografía del popular Kennedy. 




¿Qué hubiera pasado si el Nixon de la cinta de Oliver Stone se hubiera detenido ante un retrato de Abraham Lincoln? Con mucha dificultad, un buen conocedor del pasado de su pueblo como Nixon, hubiera afirmado que el presidente de la Guerra de la Secesión era "lo que querían ser" sus conciudadanos. Y ello no se debe a que Lincoln fuera menos valorado que otros dirigentes, más bien al contrario. Como afirmaba Mozart en Amadeus, el político más célebre de las filas republicanas, se encontraba ya tan alejado del resto de sus conciudadanos desde su estatua en Washington, que era un mármol inalcanzable y utópico para cualquiera. 




Esa idealización bien pudiera ser la explicación de que, hasta la fecha, no tuviéramos una gran película de aquel hombre que fue el motor de un proceso histórico de la relevancia de guerra del Norte contra Sur y la definitiva abolición de la esclavitud, una de las mayores tragedias que asolaron esos turbulentos instantes. Por ello, cuando un director de la reputación de Steven Spielberg se embarca en un proyecto como el de la oscarizada Lincoln, uno piensa que debe abrocharse los cinturones y que no habrá prisioneros. 





En primer lugar, hablar de la elección de Daniel Day-Lewis, uno de los actores más heterodoxos, originales y brillantes de los últimos tiempos, para encarnar el mito. Sabido es la peculiar forma de aproximarse, casi obsesiva, de Lewis a sus papeles. Si lleva su talento hasta la hipérbole, si es un genio alocado o un loco genial, importa poco, porque si se consiguen interpretaciones como En el nombre del padre, "El Carnicero" en Gangs of New York o El último mohicano, dan ganas de decir aquella máxima: "Haga lo que quiera... pero actúe, por favor". Sacado de varios retiros por cineastas como Martin Scorsese en el pasado, el prestigio de Spielberg y la oportunidad de encarnar a "Abe", eran un bombón demasiado goloso. Y, aunque el doblador castellano de Lewis es excelente, es absolutamente recomendable la versión original, especialmente cuando el actor cuenta las famosas historias y anécdotas a las que tan aficionado era el presidente en reuniones comprometidas o con el ejército en campaña. 





Y aquí tenemos el punto fuerte del equipo del afamado director, una impecable recreación que nos hace pensar que efectivamente estamos en pleno corazón del siglo XIX. Las sesiones del Congreso, el vestuario, las calles, los vehículos, los uniformes de los confederados... Absolutamente impecable, en un ejercicio al que es difícil poner un pero. Precisamente por ello, uno casi se siente culpable por no meterse rápido en un guión denso y al que le falta algún ingrediente para convertir un buen plato en una delicia.



Fue Carlos Boyero el primero en advertir que parecía que el film exigía al público haberse empapado bien a fondo de cultura norteamericana antes de visionarla. No hay ninguna sensación de apertura o de presentación real de los personajes, un mínimo contexto. Innegablemente hay una buena cantidad de audiencia que tiene buena cultura general y conoce el marco, pero sorprende en un director de este calibre, un denso salto a la palestra y la falta de ese gancho en el arranque que te tenga pegado a la butaca. Quizás esto haya hecho que en el resto del mundo, donde la figura de Lincoln es muy respetada pero no tan reverencia o, mejor dicho conocido, la oscarizada biografía haya tenido buenas críticas y acogida, pero no tan deslumbrantes como cabía esperar.




Si bien el guión tiene muchos aciertos (plantear como se hicieron métodos ilegales, como la compra de votos, para una causa noble, las contradicciones de un partido y otro, los intereses más económicos que humanos en muchos de los jugadores de la partida por la abolición o no...), su espesura puede terminar cansando. Espléndidos intérpretes como Jared Harris (divertísimo ver al profesor Moriarty como Ulysses S. Grant) o Tommy Lee Jones apenas ven exprimida la décima parte de su jugo, en ese retrato intimista de la Casa Blanca, donde falta esa chispa que capte toda la fortaleza del asunto a tratar.




Hay momentos de muy bello lirismo como la rendición del general Lee ante los mariscales de Lincoln e instantes memorables de Danny Lewis, como no podíamos esperar menos. No obstante, uno piensa que en American Dad se trató con mayor frescura y diversión algún aspecto del mito, como en Lincoln Lover (donde se plantea con mucho acierto alguna cuestión de la sexualidad del gran dirigente), mientras que nuestro film avanza y avanza, manteniéndote interesado pero, quizás, no embelesado.



"Al final, lo que importa no son los años de vida, sino la vida de los años".





Y mientras, la laureada estatua aguarda, resistente ahora y siempre, al invasor de su intimidad, de ese Abraham al que, pongan a cazar vampiros o no, será, ayer, hoy y mañana, una de las cumbres del Olimpo Personal de algunos de los años más decisivos para entender la historia de una nación compleja, contradictoria... y, sin embargo, muy cercana en alguno de sus aspectos.

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