"Tengo una tía en Viena que vendría puntual a todos los rodajes y tendría sus líneas aprendidas de memoria. Pero claro, ¿quién iba a pagar un centavo por verla?". Billy Wilder tenía pocos reparos a la hora de morderse la lengua, con esta metáfora, explicaba a los periodistas por qué soportaba trabajar con uno de los iconos más míticos de Hollywood, Marilyn Monroe.
La más rubia de todas las rubias de la gran pantalla, vida exitosa y de trágica y temprana ruptura, ha terminado convirtiéndose en un icono pop de los que no se olvidan, en una héterogénea y extraña mezcla que incluiría figuras que van de Elvis al Che Guevara.
No obstante, fue una figura de póster más fácil de admirar de la lejanía que de comprender, para algunos, una diosa del sexo que recitaba versos escrita para ella misma mientras el respetable solamente quería arrancarle los ropajes. Muchos noviazgos y matrimonios frustrados, en el ojo de la Meca del Cine y finalmente, responsable de su propia autodestrucción por el ritmo de vida que ella misma tuvo.
Con pocos directores colaboró tanto y con tan buenos resultados como con Billy Wilder, quien la catapultó aún más a la fama en cintas como "Con faldas y a lo loco" y "La tentación vive arriba". Precisamente de esta segunda nos ocuparemos hoy en Amarcord, nada mejor para ir despidiendo al caluroso verano que esta obra teatral de George Axelrod, llevada a la gran pantalla por el propio Wilder, en colaboración con él. Precisamente al director le debemos algunas de las anécdotas más jugosas de la mítica diva.
La imgen de Wilder teniendo problemas con Marilyn no era producto de la imagen de rubia tonta e ingenua que tan bien interpretaba en sus películas, sino a la molicie y a las impuntualidades de la artista. Incluso una cadena de televisión sorprendió a más de uno hace ya algunos años cuando encuestó a sus espectadores acerca de quién tendría más Coeficiente Intelectual, Albert Einstein o nuestra protagonista, con victoria de la segunda. Sin embargo, el talento no lo es todo, como demostró la carrera de esfuerzo que uno y otra protagonizaron, aunque teniendo en cuenta los resultados del primero, no andaba desencaminado al decir que hubiera sido mejor meterse a relojero.
"La tentación vive arriba" es una obra escrita con ingeniosos y picantes diálogos (aunque teniendo en cuenta las décadas transcurridas y los benditos avances en la censura, hoy puede parecer más inocente que una excursión familiar a Disneylandia) que en su época generó la comidilla de todos (incluyendo cierta estrella del deporte entonces casada con Marilyn) por cierta escena en la boca del metro que todo el mundo ha visto alguna vez aunque no conozca la película. Una reflexión atinada acerca del deseo y el mundo de la fantasía.
El argumento se centra en un honrado Rodríguez, Richard Sherman, que trabaja como publicista para una editorial, que se queda solo en casa mientras su encantadora y convencional familia se van a la playa (como vemos, muy originales). De cualquier modo, Richard se aburrirá en contadas ocasiones, debido a su capacidad para fantasear y montarse sus propias películas, con dignas interpretaciones de su día a día que no deberían envidiarle nada a don Quijote.
Desgraciadamente (o afortunadamente), hay una cosa que se cruza en su camino y que parece mucho más excitante que empaquetar el remo perdido de su hijo Rick para Florida, una despampanante y joven vecina en cuyo apartamento no hay aire acondicionado. Entre ambos pronto surge una complicidad propia de un bloque de pisos donde se han quedado solamente cuatro gatos. Sin quererlo ni beberlo, Richard se ve absorbido por la ingenuidad y el atractivo de la chica.
En un principio, Wilder quería que el personaje protagonista masculino fuera encarnado por Walther Matthau. Este alto y sonriente cínico no necesitará presentación para los amantes del séptimo arte, pero finalmente no pudo ser, algo que produjo en el director un efecto muy parecido al que le ocurrió a Berlanga cuando no pudo lograr al gran José Luis López Vázquez como el futuro verdugo; es decir, enfurruñarse por no lograr a su magnífica primera elección y valorar muy poco a la segunda carta, pese a sus muchos méritos. Si en el valenciano tuvo que pagarla Nino Manfredi, el mítico compañero de máquina de escribir con Diamond fue Tom Ewell, quien cuajó una interpretación magistral.
Matthau era un fenómeno por su gran presencia en pantalla, su tono amargo y extremado humor de doble lectura. Ewell caja un protagonista menos cínico, más imaginativo que malvado como en otros personaje de Wilder, siempre sacándole punta a todo, lo cual le hace cuajar un personaje simpático en sus pretensiones y esa doble moral que no se atreve a admitir. La sortija que la moral de la época no permitió colocar en el lecho, no quitó que el americanito medio echase una cana al aire una noche de verano donde era bonito soñar.
En definitiva, una comedia tierna y bienintencionada que sin embargo sorteó y derribo algún ladrillo atávico de su época, gracias a una pareja muy divertida que surgió casi por azar, en ese mundo de las fantasías de tan libre entrada donde no hay lugar a imposibles. Si hay una noche calurosa de agosto y levantan la vista y ven a una preciosa vecina tratando de subir las maletas... Sean un poco amables por favor. Que nunca se sabe...