miércoles, 16 de septiembre de 2009

¿POR QUÉ UNA OBRA MAESTRA SE QUEDÓ EN UN GRAN CÓMIC?



Guión: Roy Thomas.





Dibujantes: Barry Windsor-Smith y John Buscema.





Entintadores: Sal Buscema, Barr Windsor Smith, Dan Adkins y Ernie Chan.





Números: Conan The Barbarian, números 19, 20, 21, 23, 24, 25 y 26.



Pocos personajes en la historia del cómic tienen la relevancia y la popularidad que suscita Conan El Bárbaro. Indudablmente el cimmerio es un personaje muy bien caracterizado, perfectamente reconocible y simple en sus líneas generales desde que lo escribió el gran y malogrado Robert E. Howard.



Cuando la colección ya llevaba los años de iniciación, su guionista y alma de la adaptacion de Conan a las viñetas, Roy Thomas, quisó pasar a otra escala. Gran admirador de La Ilíada de Homero, quería colocar al bárbaro, que hasta entonces había vivido trepidantes pero efímeras aventuras de un número a otro, en un marco violento de un conflicto de grandes proporciones. Todo comienza cuando Kharam Akkad, Sumo Sacerdote, mago y verdadero (recuerda un poco al Yafar de Aladín) gobernante de un rey amable pero títere de Makkelet, decide secuestrar al Tarim Viviente. Éste es un ser sagrado con tintes mesiánicos, heredero de un personaje mítico desde hacía siglos, que solamente confraterniza con los de su condición y de enlaces endogámicos al estilo de los faraones de Egipto. El problema es que la adoración por el Tarim es compartida por muchas ciudades, entre ellos los turanios, una poderosísima potencia con un ambicioso príncipe conquistador, Yezdigerd. Bajo el mando de este hombre joven, sanguinario y ambicioso, una poderosísima flota zapar con el pretexto de recuperar al dios sagrado. Naturalmente, Makkelet es la gran rival comercial.
Conan y su amigo Fafnir, un entrañable gigantón a quien conoce desde hace muchos números y con el que ha trabado una sincera amistad tras empezar como rivales por problemas tribales, terminan recogidos de un naufragio (aventura anterior) por Yezdigerd. Aunque los apestosos bárbaros son unos irreverentes de culto a divinidades mucho más simples, el príncipe turanio decide hacerlos mercenarios porque aunque: "Sé que la plegaria y el rezo les conmueve, pero ellos (los dioses) tienen tendencia a ayudar a los hombres y voluntades más fuertes".
Makkelet es una ciudad costera que bajo los lápices del extravagante (pero absolutamente genial una vez se quitó el encorsetamiento de Jack Kirby a quien adoraba), Barry Windsor Smith, presenta un aspecto precioso y tristemente siniestro. La ciudad tiene espléndidos jardines y palacios, pero pronto serán inundados por flechas, combates y calles doradas que esconden puñales. Conan y Fafnir, pese a su habilidad, tampoco permanecerán ajenos. Un proyéctil en la distancia, una mala caída y agua sucia bastan para que el formidable Fafnir pase a ser manco. Así de simple y de rápido, como en la vida misma.
Lo único malo de estos episodios es el minucioso detalle del británico, excelente y perfeccionista, su estilo casi de pintar más que de narrar obligó a llegar con las fechas justas y entintadores y coloristas tuvieron páginas para olvidar tras andar muy pillado por el toro. Probablemente de haber sido un tomo de prestigio sin prisa mensual, la Guerra del Tarim hubiera terminado siendo el mejor cómic de la trayectoria del cimmerio. Pero hay que conformarse con lo que hay y debemos de reconocer que hubo instantes menos acordes con la épica del momento.
Como desde el principio tenía pensado, Thomas hará cambiar por un hecho inesperado (y maravillosamente narrado, casi en verso y con la fuerza de las imágenes de la nave principal de Yezdigerd) a Conan de bando, pues quiere hacerlo militar en el ejército perdedor. Allí encontrará inciertos conocidos: una preciosa mujer-niña llamada Caissa, que tras su apariencia de prostituta del templo es la reina consorte, al siniestro Kharam Arad, obsesionado por una profecia que le liga al bárbaro, El Buitre (que gran trabajo hizo con él Sal Buscema), un asesino a sueldo de los turanios y por encima de todos... Red-Sonya. Igual que Troya, Makkelet llama a sus aliados, que no responden precisamente a las expectativas, como fuere, una de las guerras de fortuna que aparecen es Sonya. Pelirroja al estilo Sofía Loren pero con la mirada dura de quien ha matado, bajo la pluma de Smith, "La Canción de Red Son-Ya" es uno de los mejores del inglés, aunque le jugó alguna mala pasada a Thomas con determinados términos y metáforas de sexualidad que sorprendetmenete el conservador Comics Code ni siquiera olió. Fue una pena que después le pusieran esa especie de bikini metálico a Son-Ya (probablemente por el voto masculino, digo yo) porque el original de Smith era mucho más realita y ella un gran personaje, más allá de ser el objeto de deseo del protagonista.
Poco después, Smith abandonó la colección. Cuenta el propio Thomas que los jefazos de Marvel, Stan Lee y Martin Goodman le preguntaron cómo iría la serie de Fantasía Heroica sin el dibujante extreña, siendo reemplazado por un veterano de lujo, John Buscema. "Ganaremos menos premios pero venderemos más cómics". Respeto a Thomas como un genio organizador (ha leído muchísimo, bebe de infinitas fuentes y sabe hacerlo funcionar en sus historias), pero creo que el comentario no es del todo justo. Conan empezaba a ser muy conocido, las ventas subían y la calidad de Smith (menos cuando le daba por tardar siglos en hacer una escena determinada) garantizaba pública. Y el eficaz y artesano Buscema, no estaba para nada exento de filigranas artísticas (aunque particularmente lo demostró más en la Saga de Belit que en ésta).
Con una imagen propia de una cárátula de película, vemos a Kharam mirando desde una especie de diamente la figura del bárbaro. A pesar del prometedor inicio, Big John Buscema no sabía dibujar con la finura de Smith, casi molesta en la trama ver de repente a ese Conan tan hiper-musculado y las figuras más toscos de todos, incluso las damas parecen menos hermosas y elegantes, pero sí mas voluptuosas. Eso sí, Thomas fue muy listo y aprovechó para dar un salo en el tiempo. Si el Conan de Smith era el cimmerio de joven, conforme más trabajó y más cómodo estuvo con Buscema, hizo llegar a Conan a la madurez y en este sentido, no hay mejor artista para plasmarle (sobre todo si cuenta con la tinta del filipino Ernie Chan) que Buscema, con varios cuerpos de ventaja.
La Guerra del Tarim, con tanto cambio de artista y problemas de maquetación, queda en una deliciosa sinfonía inconclusa. Las tremendas críticas a la Cruzada y la yihad son tan finas y subterráneas como perfectas. Además, la rudeza (que no simplicidad como han hecho en ocasiones erróneamente con el cimmerio) de Conan choca muy bien con figuras como Balthaz, el fanático turanio con el que está obligado a compartir aventura. El final eso sí es soberbio, porque Conan, al contrario que en muchas otras ocasiones no triunfa. El ejército más fuerte conquista la ciudad, así de simple, por muy bárbaro que él sea. Quizás molesta alguno de los monstruos propios de este género que a veces entorpecen la narración (sobre todo en el último número, en los otros no están mal), pero todo compensa por el fracaso de los dos gallitos, Yezdigerd (atentos al repulsivo consejero que Buscema clava, siempre sentado a su derecha, experto en agasajar reyes, pero sobre todo a futuros reyes) y el bárbaro.
El primero, aunque conquista la ciudad, el dinero y el Tarim (con sorpresa final), recibe una cicatriz por parte del odiado bárbaro que le afea e rostro, un recordatorio de que incluso un soberano de soberano es mortal. El cimmerio, ni conseguirá a la chica ni ganará nada, será obligado a huir como Eneas, con la única promesa de luchar otro día y ser un superviviente. Que no es poco en una guerra que devora hasta el trono. Asimismo, la pérdida de los amigos de Conan (y la pena que le entra realmente insólita en un personaje que muchas veces parece un armario empotrado cuando mata a algunos turanios o mercenarios que conocía cuando luchaba para ellos), algo que Thomas y Smith ya habian logrado con la conmovedora ejecución de Taurus Príncipe de los Ladrones.
Sabed, oh, principes y princesas, que hubo una época no soñada en la que un simple personaje podía hacer la mayor de las críticas en una aventura divertida, profunda y casi poética.

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